Su
nombre lo conocíamos incluso antes de acercarnos a estas páginas.
Es Hans Castorp, un muchacho de 23 años que habla y piensa como si
tuviera 40. Ha subido a un sanatorio suizo en los Alpes con la intención
de visitar a su primo enfermo de tuberculosis. Ciertamente, se trata de una inconsciencia,
porque está cantado que él también va a contraerla; pero estamos en un
año indeterminado antes de la Gran Guerra y estas cosas no se saben. Aún
se cree que el único remedio contra la romántica y mortífera enfermedad
(además de extremadamente contagiosa) es el aire puro y el frío.
Castorp va a quedarse sólo tres semanas, o eso cree. Tiene una imagen
romántica de la enfermedad, cree que ennoblece y otorga sabiduría. El
locuaz Settembrini le viene a decir que la enfermedad sólo hace que te
mueras, de sabiduría nada de nada. Y en efecto, a poco que observa lo
que le rodea, Castorp comprenderá que en ese apartadero de los
condenados hay ganas de vivir (seguramente, más que en ningún otro
sitio) y una angustia que puede rozar la histeria. También comprueba
algo curioso: el sanatorio parece fuera del tiempo. Allí las cosas se
viven de otra manera. Sea por ejemplo esta mujer rusa, Madame
Chauchard, casada pero soltera en la práctica, que reparte el año en
distintos sanatorios, y aunque joven lleva una vida al margen de la
sociedad. Es como si su vida se hubiera detenido. Está casada, está
enferma. Si al menos no diera un portazo cada vez que entra en el
comedor... Sus costumbres no tienen nada que ver con las del joven Hans.
¿Por qué le molesta tanto? Una aprendiza de celestina y psicoanalista
espontánea le abrirá los ojos o se los dirigirá en la dirección
correcta: el joven Castorp se queja tanto de ella porque en realidad
está enamorado. El pasaje más gracioso de
este amor naciente es aquel en que, después de jugar a mirarla una y
otra vez, y tras comprobar que ella se ha dado cuenta de su vigilancia,
Castorp soporta dos días en que ella lo ignora, incluso
renuncia a dar un portazo al entrar en el comedor. Entonces comprende que
es por su causa, que "aquel cambio de la dama estaba relacionado con
él" y que "la existencia de una relación entre ellos, aunque
fuese bajo una forma negativa, era innegable y, por lo tanto,
suficiente".
Thomas Mann: La montaña mágica. Barcelona: Edhasa pocket, 2008, pág. 206.