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Rousseau herborisant |
Antes del siglo XIX, los
paseos filosóficos se encaminaron al campo, especialmente en el XVIII la
naturaleza aparecía como un lugar de ensueño: el vestido de la Tierra despierta la
meditación del filósofo (Rousseau) que a través de ella se interna en su propio
interior y ajusta su pasado. Esta tradición no se rompe ni en el XIX (Thoreau,
Hebbel) ni en el XX (Heidegger, Sebald); pero al pasar de las ensoñaciones del
paseante solitario a las extrañezas del romántico nos vemos ante un cambio de
escenario, abandonamos el campo y entramos en la ciudad.
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E.T.A. Hoffmann |
E.T.A. Hoffmann
escribe un cuento en 1822, el mismo año de su muerte, que bien puede servir de
gozne: “La ventana esquinera de mi primo”, donde se recoge, apenas sin
argumento, todo un “arte de ver” desde la habitación de un edificio que da a
una feria y un teatro en Berlín. El arte de ver no es ya la pura contemplación
de un paisaje, pues en la ciudad abundan los seres humanos, y el consuelo del voyeur es aquí fantasear sobre las vidas
que transcurren al pie de su ventana. La masa humana es metáfora para Hoffmann
de la vida siempre cambiante en la que “la variedad nunca es demasiado
variada”. Protegido por la ventana y la altura, el narrador se muestra (aun estando
enfermo de muerte) vivificado por el espectáculo. En esta misma estela, y de
modo semiautobiogáfico, el gran paseante que fue Charles Dickens, capaz de
recorrer decenas de kilómetros por su querido Londres, inicia la novela Almacén de antigüedades (1840-41)
justificando los paseos urbanos con el objetivo de estudiar el tipo y el
carácter de los transeúntes, algo que ya había puesto en práctica en sus
inicios literarios, con los “esbozos” de Boz; y otro cuentista fantástico,
Edgar Allan Poe, sitúa uno de sus más extraños cuentos en las calles de
Londres, “El hombre de la multitud” (1840), en el que hallamos un narrador que
ha superado una enfermedad y se encuentra en el estado anímico más opuesto al ennui: “El solo hecho de respirar era un
goce”, afirma al inicio. La percepción de la masa por la avenida se integra en
ese fervor por la vida renovada hasta que repara en un anciano singular que
despierta su interés por la decrepitud de su semblante y su aspecto demoníaco.
Lo sigue por las calles y se da cuenta de que ese hombre nunca abandona las
zonas concurridas, calles comerciales o salidas del teatro, sin ningún objetivo
especial más que verse rodeado por la masa, incapaz de estar solo: es el hombre
de la multitud. Habrá que entender con esta expresión una simbólica patología,
un nuevo demonio asociado a la vida en las ciudades.
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Walter Benjamin |
Desde una perspectiva
sociológica, Georg Simmel enlaza con el demonismo de Poe y reflexiona sobre
“las grandes urbes y la vida del espíritu” en 1903, destacando la diferencia
observable entre la estabilidad inconsciente de las impresiones en el campo, capaces
por ello de despertar la sentimentalidad, frente a la multitud de impresiones
urbanas que condicionan la vida anímica del sujeto y lo fuerzan a activar el
entendimiento. Esta tendencia al entendimiento y al cálculo se concreta en la obsesión
por la medida temporal y la actividad económica, lo que acaba enajenando al
urbanita y despierta el rechazo de los grandes individualistas, pensemos en
Nietzsche, en cuanto las grandes ciudades nos alejarían de las fuentes de la
vida.
Pero ya apuntábamos otra
posibilidad para los paseos por la ciudad, la que sigue de cerca el desarrollo
de las grandes urbes, el Londres que pasa de las luces de cera a las farolas de
gas y a la luz eléctrica, o el París de los bulevares y grandes avenidas
diseñadas por Haussmann. Aquí la referencia debe ser uno de los principales
ensayos estéticos del XIX, “El pintor de la vida moderna” (1863), de Charles
Baudelaire, que apoyado en las acuarelas de Constantin Guys y sus retratos de
las costumbres urbanas, sirve como principal manifiesto de la modernidad
estética. El pintor de la vida moderna es un flâneur, un paseante que está siempre en su casa cuando se halla
fuera de ella, un yo que no se sacia de no-yo.
El giro es destacado por Baudelaire precisamente en relación con el
siglo XVIII: lo bello ahora no se relaciona con la naturaleza y lo natural,
sino con la ciudad y lo artificial. Esta belleza moderna es siempre de lo
fugitivo y cambiante, aunque aspire a la eternidad, es fugitiva como los
paisajes que transcurren al pasear por las calles y avenidas de la ciudad.
En esta misma línea, Walter Benjamin se
inspirará en Baudelaire para señalar
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Baudelaire, por Nadar |
algunos temas asociados a la nueva estética:
la bohemia, los periódicos y folletines en los kioskos, la literatura de tipos,
los paseantes, los pasajes urbanos con sus múltiples comercios, la masa, la
velocidad, las mezclas y el fragmentarismo que explotará en su obra inacabada
sobre el París de los pasajes. Aquí aparece un ensayismo de la ciudad no
incompatible con la cultura, como si vida y cultura no pudieran ya considerarse
por separado. Desde que observamos la ciudad con ojos filosóficos, los temas
dignos de reflexión se amplían y se tornan más concretos. Nos dirigimos a las
supercherías y el coleccionismo, a los adornos y la iluminación, a los trajes y
la vida en los arrabales, las fotografías y los dibujos, los grabados y la
venta ambulante. La perspectiva de Walter Benjamin es diferente a la de Simmel,
porque admite la mirada no-económica y curiosa del flâneur, el paseante desocupado que, como el propio Benjamin, Franz
Hessel o el cineasta Walther Ruttman, recorre una ciudad, en concreto Berlín,
con actitud meditabunda y reflexiva, porque ha nacido allí, y por tanto mezcla
sus recuerdos con el relato de la ciudad. El flâneur se vuelve filósofo, errabundo y soñador. Por eso lanza
Benjamin un guiño a Rousseau aludiendo a los Paseos por Berlín de Hessel y dice que la ciudad ejerce “como
recurso mnemotécnico del paseante solitario”. Ahora la urbe se abre como un paisaje,
se solicita el amor a ella como antes se ha practicado el amor al campo. Surgen
desde una nueva perspectiva los letreros luminosos, los enrejados, los kioskos,
los buzones y los bronces, las terrazas y los cines… Nada escapa a la mirada
del paseante, del sospechoso, del voyeur.
Otros podrán estudiar, pero el paseante quiere aprender, no sólo multiplicar
las impresiones, sino encontrar en ellas el suelo de la experiencia que les da
el aura de lo permanente… Lo bueno es que estos
paseos filosóficos están al alcance de todos nosotros.
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Fotograma de Berlín, Sinfonía de una ciudad (Walter Ruttman, 1927) |
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