En la casa de un rico mercader de
la ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía
no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza
convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.
Al cabo de varios años y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.
Augusto Monterroso: "El Perro que deseaba ser un ser humano", en La Oveja negra y demás fábulas. Barcelona: Anagrama, 1991, pág. 71.
Desde Aristóteles se ha propuesto que en la personalidad humana hay rasgos primarios ("primera naturaleza") que nos acompañan desde el nacimiento y son difícilmente modificables. se trata del temperamento, al que se sumaría una "segunda naturaleza" más moldeable, llamada carácter. La formación del carácter es posible mediante la práctica y el desarrollo de los hábitos, pero resulta muy poco influenciable por la enseñanaza teórica, mientras que el temperamento es inmune a toda enseñanza y se constituye como el fondo más propio e ineludible del sujeto.
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