Heráclito de Éfeso era llamado el Oscuro por sus contemporáneos. La dificultad de entender sus fragmentos o, más bien, sentencias de sabiduría última al modo oriental, ha despertado tanta admiración y éxtasis interpretativo como tajantes rechazos. Platón se suma a estos últimos cuando asegura que enfrentarse a un seguidor del de Éfeso implica correr paradójicos riesgos, porque “si le haces una pregunta a uno, te dispara un aforismo enigmático, como si fuera una flecha que hubiera extraído de su carcaj, y si quieres que te dé una explicación de lo que ha dicho, te alcanzará con una nueva expresión en la que habrá invertido totalmente el sentido de las palabras” (Teeteto, 180a). Desde luego, Platón no es amigo de sentencias ni de aforismos, su ridiculización de esta forma de pensamiento lo lleva a comentar con gran ingenio lingüístico que los maestros antiguos se expresaban con “brevilocuencia lacónica” (Protágoras, 343c). En efecto, tanto los Sabios de la antigüedad como Heráclito el Enigmático, se expresan con tal laconismo, con tal brevilocuencia oracular que podrían antojársenos bien el colmo de la sabiduría bien simples propaladores de irritante ambigüedad. Los mejores estudiosos de este tipo de filosofía, como dice Guthrie, constatan que no hay dos intérpretes que estén de acuerdo. La vía heracliteana explotará en los apotegmas y máximas morales, las sentencias y aforismos contundentes al estilo de La Rochefoucauld, y también los fragmentos románticos del Athenäum: “Parecido a una pequeña obra de arte –dice Schlegel–, un fragmento debe estar completamente aislado del mundo circundante, acabado como un erizo”.
Hay otro camino de la brevedad que aparece indicado por Aulo Gelio en el prólogo de las Noches Áticas (por desgracia o por fortuna no se conserva el comienzo, así que este prólogo es ya un fragmento), cuando observa que su obra se ha ido formando mediante la acumulación fortuita de noticias y datos que podrían servir de apoyo a sus escritos. Se trata de mezclar por el simple placer y de manera desordenada citas de las obras que va leyendo, como apoyo para la memoria. Finalmente esas anotaciones pasan al cuerpo de sus escritos, dando lugar a un género de mezcolanzas, miscelánea o como quiera llamárselo, que él colecciona bajo el nombre del lugar en que fueron redactadas. La diferencia con la obra de simple acopio de datos, lo que hoy diríamos obra de erudición, es que Aulo Gelio selecciona y orienta ese mar de noticias en compendios sencillos y honestos, es decir, pretende aportar al lector un cierto conocimiento de temas variados.
Este estilo de mezcolanza y ese afán didáctico encontramos igualmente en Pedro Mexía o Antonio de Torquemada; pero Michel de Montaigne lo lleva a la cumbre en sus ensayos, que a partir de entonces parecen exigir una intromisión personal del autor, por ejemplo con el uso prácticamente obligado de la primera persona. En Montaigne no hay afán erudito, sino de autoconocimiento a través del diálogo con los autores del pasado. El ensayo continúa a partir de aquí una historia propia, fecunda y especialmente rica en la lengua inglesa. Pero si añadimos la brevedad a este estilo de miscelánea y acumulación llegamos a las anotaciones de Lichtenberg, mal llamadas aforismos, ya que el aforismo casi siempre viene cargado de brevilocuencia gnómica. Además, Lichtenberg llama a sus anotaciones “borradores”. Los cuadernos son obras de experimentación, de ensayo de ideas, donde se permite redacciones de cierta extensión en ocasiones, como paso previo o tanteo de lo que más tarde se debe ofrecer resumido y liberado de lo innecesario. No introduce ningún orden, advierte, porque el orden es hijo de la reflexión, y sus cuadernos han sido escritor a vuela pluma.
Aunque en ocasiones Lichtenberg anota posibles tramas fantásticas, es Nicolas Chamfort quien junto a la variada brevedad, a la modestia y el carácter personal de sus escritos añade un rasgo nuevo: la narración. Relatos pequeños hubo desde antiguo, pero normalmente con tendencia moralista; en las “bagatelas” de Chamfort, según Albert Camus, encontraríamos un “novela desorganizada”. Por tanto, si el cuentista se expresaba anteriormente con tintes morales (lo que casi siempre estropeaba su obra), ahora es el moralista quien se expresa con pulso narrativo, lo que resulta distinto y novedoso, como si fuera un fabulista sin didactismo.
Un Esopo sin moralejas o amoral es precisamente Ambrose Bierce en su Fabulario Fantástico, y fantástico también amén de anecdótico parece Charles Nodier y su colección Infernaliana, mientras Turgueniev escribe al final de su vida piezas varias (sueños, minicuentos y escenas) que se compilarán en un volumen de retales. Estas minucias ya están aliadas con el relato, pero se las llama todavía “poemas en prosa”, siguiendo la pauta del maestro Baudelaire y de Aloysius Bertrand, que iniciaron la senda continuada después por Kafka, quien vuelve a fundar definitivamente el género que hoy llamamos minicuento o microrrelato con los rasgos que accidental y explícitamente poseen sus anotaciones de cuaderno: fragmentarismo y unidad erizoidea, ambigüedad, concisión lacónica, autoexploración, tendencia a la tesis y ocasional golpe de efecto, sentido lúdico, densidad lingüística... Se trata de brevedades, es cierto, pero con la singularidad de crecer a medida que se las poda.
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