Al principio estaba preocupado. Me
preguntaba si crecería. Ahora mide más de 53 centímetros y come y digiere
comida de adulto.
Las mayores dificultades las puso Elena.
Las mujeres son complicadas. Una migaja de estiércol ya las enferma, las
desequilibra, dejan de ser ellas.
“De un trasero tan pequeño —le decía
yo—poco estiércol puede salir”; pero ella… En fin, mala suerte, ahora todo ha
terminado.
Lo que me inquieta es otra cosa. Hay días
en los que, de golpe, mi caballito sufre extraños cambios. En menos de una hora
hay veces en que su cabeza se infla y se infla, su espalda se encorva, se
alabea, adelgaza y acaba ondeando al viento que entra por la ventana.
¡Oh! ¡Oh!
Me pregunto si no me engaña aparentando
ser un caballo, pues aun siendo tan pequeño un caballo no flota como una
mariposa, no ondea al viento ni siquiera un instante.
Espero no haber sido engañado, después de
tantos cuidados, de tantas noches en vela defendiéndolo de las ratas, de tantos
peligros posibles, de las fiebres de la infancia.
A veces lo encuentro confuso por verse
tan enano. Perplejo. Cuando se acerca al periodo de celo da unos brincos
enormes por encima de las sillas y se pone a relinchar, a relinchar
desesperadamente.
A las hembras del vecindario, perras,
gallinas, yeguas y ratoncitas, les llama la atención; pero eso es todo. “No —se
dicen—, cada uno a lo suyo y según su instinto. No me toca responder.” Y hasta
ahora ninguna hembra ha correspondido a su llamada.
Mi caballito me mira desamparado, con
furia en los ojos.
Pero ¿de quién es la culpa? ¿Mía?
Henri Michaux: Plume,
précedé de Lointain intérieur. París: Gallimard, 1938, págs.17-18.
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