Giambattista Gigola - El Banquete de Platón (ca. 1790) |
Éstas
son, pues, las cosas del amor en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal vez podrías iniciarte. Pero en los ritos finales y
suprema revelación, por cuya causa existen aquéllas, si se procede correctamente, no sé si serías capaz de
iniciarte. Por consiguiente, yo misma te los diré -afirmó- y no escatimaré
ningún esfuerzo; intenta seguirme, si puedes.
Es preciso, en efecto –dijo- que quien quiera ir por el recto camino a ese fin
comience desde joven a dirigirse hacia
los cuerpos bellos. Y, si su guía lo dirige rectamente,enamorarse en primer lugar de un solo cuerpo y
engendrar en él bellos razonamientos;luego
debe comprender que la belleza que hay en cualquier cuerpo es afín a la que hay en otro y que, si es preciso perseguir la belleza de
la forma, es una gran necedad no considerar
una y la misma la belleza que hay en todos los cuerpos. Una vez que haya
comprendido esto, debe hacerse amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese
fuerte arrebato por uno solo,
despreciándolo y considerándolo insignificante. A continuación debe considerar más valiosa la belleza de las almas que
la del cuerpo, de suerte que si alguien es
virtuoso del alma, aunque tenga un escaso esplendor, séale suficiente para
amarle, cuidarle, engendrar y buscar
razonamientos tales que hagan mejores a los jóvenes, para que sea obligado, una vez más, a contemplar la
belleza que reside en las normas de conducta
y a reconocer que todo lo bello está emparentado consigo mismo, y considere de esta forma la belleza del cuerpo como algo
insignificante. Después de las normas de conducta
debe conducirle a las ciencias, para que vea también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa inmensa belleza, no sea,
por servil dependencia,
mediocre y corto de espíritu,
apegándose, como un esclavo, a la belleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un hombre o de una norma de
conducta, sino que, vuelto hacia ese mar de lo bello y contemplándolo, engendre muchos bellos y
magníficos discursos y pensamientos
en ilimitado amor por la sabiduría, hasta que fortalecido entonces y crecido
descubra una única ciencia cual es la
ciencia de una belleza como la siguiente. Intenta ahora -dijo- prestarme la máxima atención posible. En
efecto, quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en
ordenada y correcta sucesión, descubrirá
de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza, a saber,
aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente
se hicieron todos los esfuerzos anteriores, que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece, ni crece ni decrece; en
segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro, ni unas veces bello y
otras no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo,
como si fuera para unos bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma
de un rostro ni de unas manos ni de cualquier
otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como razonamiento, ni como
una ciencia, ni como existente en otra
cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en el cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es
siempre consigo misma específicamente única,
mientras que todas las otras cosas bellas participan de ella de una manera tal que el nacimiento y muerte de éstas
no le causa ni aumento ni disminución, ni
le ocurre absolutamente nada. Por consiguiente, cuando alguien asciende a
partir de las cosas de este mundo
mediante el recto amor de los jóvenes y empieza a divisar aquella belleza, puede decirse que toca casi el fin.
Pues ésta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o
de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella
belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los
cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y
partiendo de éstos terminar en aquel
conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza
en sí.
Banquete, 209d - 211c
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