El personaje homónimo de la novela Herzog (1964) es un hombre cerca de los cincuenta, sujeto a las inestabilidades tan característica del siglo XX y que se pueden resumir en la fórmula musiliana de la falta de cualidades o de atributos para enfrentarse a un mundo que presenta muchas, demasiadas caras. Se trata de un intelectual, un profesor de filosofía inmerso en un segundo divorcio y con la cabeza bullendo, por lo que se dedica a tomar notas o apuntes en un bloc especialmente dedicado a ello, como preludio a las famosas cartas que irá redactando al principio sobre el papel, y luego mentalmente, a lo largo de unos erráticos desplazamientos que son también una metáfora de su proceso de autodesvelamiento. Es el personaje de una novela, pero no es sólo una novela, se trata de una biografía, de un libro de apuntes, de un epistolario, y en general un mosaico extrañamente coherente de estilos y fragmentos. Sin duda, una de las mejores novelas del siglo XX.
La acción arranca con un Herzog sumido en la crisis, dando clases para universitarios adultos en sesiones nocturnas. En las clases suele quedarse en éxtasis como el Sócrates endemoniado, o bien emprende diálogos consigo mismo que acaban con notas en papeles sueltos, fragmentos de un marcado pesimismo. Su trabajo anterior ha sido serio, ha escrito una tesis doctoral y un libro, pero ahora ha reunido ochocientas páginas deshilvanadas para el segundo tomo de su ensayo sobre el Romanticismo y no sabe cómo aglutinarlas. Ante su vida se comporta igual que con respecto a los hechos en general: va describiendo círculos a su alrededor e intenta "dejarse caer luego sobre las cosas esenciales", como esperando cogerlas por sorpresa (pág. 20). Podríamos relacionar esta "divertida estrategia" con la escritura de esas notas en las que trata de atrapar el momento, de captar lo fundamental.
La crisis, por otro lado, no sólo es personal. En Herzog confluyen, gracias a la técnica de los mensajes y las cartas, contundentes críticas a una política que ha dejado de estar dirigida por las ideas, a una ciudadanía obsesionada por el éxito fácil, a una filosofía abstracta y una psicología inútil y perniciosa. Heidegger o Freud no salen bien parados del examen de este profesor que hace recuento. En un momento de cierta abstracción, afirma que hay que revisar la romántica idea de la unidad del ser (pág. 55); el mundo, desde luego, no se le aparece unitario. Sin embargo, la pretensión última de la filosofía ha sido darle una explicación total y alcanzar una "gran síntesis" (págs. 194 y 242). Lo que irá descubriendo Herzog es que tan imposible como esa explicación total del mundo es la pretensión de una felicidad plena, y que también son precisas las dificultades y las parcialidades, y aprender a convivir con síntesis más modestas sin sentirse polarizado entre opuestos irreconciliables. Por ejemplo, no hay que elegir entre el ideal del conocimiento absoluto y el nihilismo, alternativas ambas perniciosas. Es más, le parece preferible aceptar como motivo de sus acciones aquello que no entiende del todo (págs. 227-228), antes que lo perfectamente inteligible (y seguramente falso), sin por ello hacerle mucho caso al psicoanálisis, ya que, tal y como él lo ve, los motivos poco claros para la acción no son símbolos arraigados en el fondo del inconsciente, sino impulsos cercanos a la superficie, a la sensibilidad y el cuerpo; y son confusos para el entendimiento, mas no para la sensibilidad.
Herzog es una novela moral. Al desorden de la época y personal pretende ofrecer un principio de reorientación a partir de las epifanías de un sujeto fragmentado. Además de la defensa de la vida sencilla y fiel a las indicaciones de la sensibilidad que se nos esboza en su bucólico final, cabe concluir otros mensajes más concretos de carácter práctico. Al menos dos mercen ser destacados: el reconocimiento de la ambigüedad y un renovado socratismo. En uno de sus mensajes a los cuatro vientos, Herzog emplea sus conocimientos teóricos para recordar que la neurosis implica "la incapacidad para tolerar las situaciones ambiguas" (pág. 354), de donde viene a deducir que el ideal del conocimiento exacto, de la "super-claridad" intelectual es una trampa porque lleva al odio hacia la sociedad en la que uno, mal que bien, ha de vivir. El rechazo de las grandes ideas, de los ideales mesiánicos y las utopías es, por tanto, el primer principio de reorientación moral del desorientado Herzog. El segundo principio no tiene contenido positivo, está ligado a la escucha de ciertos mensajes que no son intelectuales, lo que nos recuerda las no-indicaciones y los silencios del demonio socrático: se trata de captar lo que se debe dejar de lado. "Sé muy bien lo que debo evitar" (pág. 387), dice Herzog en los momentos finales de su viaje, lo que, bien mirado, es un auténtico comienzo.
Saul Bellow: Herzog. Madrid: Destino, 1975.
Saul Bellow (1915-2005) |
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