El fragmento debe ser como una pequeña obra de arte, aislado de su alrededor y completo en sí mismo, como un erizo -- Friedrich Schlegel --

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miércoles, 27 de marzo de 2013

El demonio de Sócrates, una vez más

   La distinción entre el Sócrates histórico y el platónico es un debate recurrente y perpetuo en la historia de la filosofía. Al discursivo personaje de los diálogos platónicos de madurez se opone el personaje sin doctrina que se caracteriza con otras fuentes. Estando su realidad histórica en la inexpugable sombra, entre la grotesca imagen de Aristófanes y la idealizada de Platón, sin ajustarse con seguridad a la más bien cotidiana pintura de Jenofonte, en fin, poseedor de argumentos seguramente más fuertes de lo que pudo recoger alumno u oponente cualquiera, el padre de la filosofía tal y como la seguimos considerando en la actualidad puede considerarse un irremontable enigma y como todos los enigmas, demanda, una vez más, nuestra interpretación.
   Según Hannah Arendt, la dedicación de Sócrates pretende mostrar con su práctica diaria que el pensar, ese pensar sin fruto inmediato y tal vez estéril, es lo más digno de ser conservado. He aquí, por tanto, una aparente incongruencia: que lo más valioso en el ser humano sea su lado infructuoso e inseguro. Pues bien, podríamos entender este legado socrático en relación con sus enigmáticas referencias al demon que, dice, lo guía en sus prospecciones filosóficas. De hecho, ¿en qué estaría pensando al referirse a su vocación o destino filosófico calificándolo de “demonio”? Lo primero que viene a la cabeza es esta larga tradición que arranca en los poemas homéricos y llega hasta Aristóteles pasando por el propio Sócrates, y que se caracteriza por unir el destino y el carácter humano, lo irracional unas veces, lo racional otras, con unos metafóricos seres sobrenaturales intermedios entre el ser humano y los dioses que le sirven de guía. Su efecto puede ser positivo (sentido tutelar) o negativo (hybris homérica, por un lado; destino trágico, por otro).
   En el Banquete platónico, dentro del famoso diálogo con la maga Diotima, leemos que ésta instruye al joven Sócrates sobre una situación intermedia entre la sabiduría y la ignorancia donde sitúa a la adivinación. Del mismo modo es intermedia, pero entre los dioses y los hombres, la naturaleza de los demonios (y aquí incluye a Eros), cuya función es ejercer como mediadores en el diálogo entre unos y otros, tal y como se ensaya en el arte adivinatorio que ejercen los “hombres demónicos”, adivinos y magos. Para cualquier otra actividad relativa a artes u oficios, ya no puede hablarse de demonismo o genialidad, porque en ellas se trata de simples repeticiones propias de un menestral. Ahora bien, el filósofo —continúa el diálogo—se encuentra igualmente en una situación intermedia entre la sabiduría y la ignorancia, pues el sabio no puede desear algo que ya tiene, mientras que el ignorante ni siquiera es consciente de su ignorancia y por tanto no cree necesitar conocimientos. De este modo, el filósofo también se sitúa por derecho propio en el terreno del demonismo.
    Cuando Sócrates afirma recibir “indicaciones” de “algo divino y demoníaco” referidas a lo que tenía que dejar de hacer nos hallamos ante una advertencia negativa de tipo divino pero unida al consentimiento personal, luego hay también reconocimiento de una ambigüedad, y por eso ni la conjunción platónica en la Apología (“divino y demoníaco”) ni la asimilación de dioses y demonios por parte de Jenofonte en el arranque de sus Recuerdos debería impedir que interpretemos al demon socrático en relación con una tarea como decíamos ambigua, a medio camino del mandato celeste y el consentimiento propio. El demon adivinatorio (como el practicado en el Oráculo de Delfos) se ha venido utilizando en relación con preguntas concretas, por ejemplo las dudas de quien siembra un campo pero no sabe si le rendirá fruto, las de quien desposa una mujer bella pero no sabe si le causará tormento, o las del que establece alianzas políticas pero ignora si sus aliados de hoy lo traicionarán mañana. Por eso, de quien argumentaba que estos asuntos sólo competen al conocimiento humano decía Sócrates que deliraba. En efecto, el demon podría iluminar aspectos de la decisión que no están claros para el hombre, que le resultan invisibles, y por eso tantos otros, al igual que Querefonte, han recurrido al Oráculo; pero dirigirse a él para confirmar lo claro o para evitar el esfuerzo que compete al correcto uso de las facultades sería también síntoma de delirio. Al admitir el concurso de una imposición ante su voluntad que le obliga a consentimiento, es decir, al asumir su destino como filósofo, lo demoníaco deja de ser a sus ojos algo que se ha de asumir pasivamente, pues sustituye metafóricamente a la fuente de la perplejidad y a esa misteriosa llamada a la actividad filosófica. El sentido dado por Sócrates a lo demoníaco abre el paso a la constatación de la buena ambigüedad que determina a la filosofía. La dialéctica socrática se liga a un peculiar método de oposición y autopunción: la ironía, que según afirma Merleau-Ponty, significa el descubrimiento de “un doble sentido fundado en las cosas” y que conduce no a la simple constatación de las dificultades, sino, más allá de eso, a una investigación filosófica que se caracteriza por la perpetua corrección del saber por la ignorancia y viceversa (motivo por el cual ni podría ni debería dejarse por escrito). Lo impío de Sócrates, el motivo de su acusación y juicio es su extraño sentido de lo demoníaco. Es este demonio lo que nos hace ver en Sócrates al inspirador de una idea compleja y harto peligrosa en su época y en cualquier época: el cuestionamiento perpetuo de cualquier idea recibida, y es que en el fondo de la Apología vemos brotar la idea revolucionaria de la desobediencia civil, y ello a pesar de que, paradójicamente, Sócrates siempre mostró el más escrupuloso respeto por las leyes, de lo que se jactó soberbia pero brillantemente ante los representantes de la Ley, logrando a su manera que se le impusiera la pena de muerte, como si fuera autoimpuesta, para desgracia de quienes creían perjudicarle y acallar con su muerte esta nueva forma de vivir.

Referencias:
Hannah Arendt: La vida del espíritu. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1984.
E. R. Dodds: Los griegos y lo irracional. Madrid: Alianza Universidad, 1980.
Platón: El Banquete,  Fedón y Fedro. Madrid: Guadarrama, 4ª ed., 1981, pp. 76-81
Platón: Apología de Sócrates, 31d
Jenofonte: Memorabilia, I, 1 y IV, 3.
Tomás Calvo: De los sofistas a Platón: política y pensamiento. Madrid: Cincel, 1986.
Maurice Merleau-Ponty: Éloge de la philosophie. Paris: Gallimard-idées, 1979.
Robert Musil: Diarios 1. Valencia: Alfons el Magnànim, 1994, pág. 391.


 

Así se fue de entre los humanos. Los atenienses se arrepintieron enseguida, hasta el punto de que cerraron tanto palestras como gimnasios. Desterraron a los otros (acusadores), y condenaron a muerte a Meleto. A Sócrates lo honraron con una estatua de bronce, que erigieron en el camino de las procesiones, obra de Lisipo. 
[Diógenes Laercio] 

viernes, 22 de marzo de 2013

Ironía

La ironía de Sócrates no consiste en decir menos para así impresionar doblemente al sugerir una especial fuerza anímica o cierto saber esotérico. “Cada vez que convenzo a alguien de su ignorancia —dice melancólicamente la Apología—, los presentes se imaginan que yo sé todo lo que él ignora.” Él no sabe más que ellos, sólo sabe que no hay saber absoluto, y que es gracias a esa carencia como estamos abiertos a la verdad.

Maurice Merleau-Ponty: Éloge de la philosophie (1953) 


domingo, 3 de marzo de 2013

Escepticismo

"Todo el mundo sabe" es la invocación del cliché y el comienzo de la trivialización de la experiencia, lo que resulta tan insufrible es la solemnidad y la sensación de autoridad que tiene la gente al expresarlo. Lo que sabemos es que, si hacemos abstracción de los clichés, nadie sabe nada. No es posible saber nada. No sabes realmente las cosas que sabes. ¿Intención? ¿Motivo? ¿Consecuencia? ¿Significado? Todo lo que no sabemos es asombroso, e incluso lo es más aquello que pasa por saber.

Philip Roth: La mancha humana. Madrid: Alfaguara, 3ª ed., 2004, pág. 259