El fragmento debe ser como una pequeña obra de arte, aislado de su alrededor y completo en sí mismo, como un erizo -- Friedrich Schlegel --

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lunes, 26 de marzo de 2012

El ensayismo moral

    La alternativa al idealismo moral es el ensayismo, método que consiste en inventar posibilidades morales. Este procedimiento no supone el mero fantaseo de tipos de vida, sino profundizar en el “sentido de la posibilidad” por encima del “sentido de la realidad”, en consonancia con nuestra realidad fantasmagórica. Se trataría de especular sobre las posibilidades efectivas de este mundo, y no tanto mediante el poder de la fantasía como de la imaginación y el ensayo cuasiempírico [HsA, I, § 4].
   En diversas ocasiones ha defendido Musil su recurso a la idea de utopía para definir este método de indagación moral y para caracterizar el “otro estado” al que debería tender la vida moral. Su “utopía de la vida exacta” o “ideal de los tres compendios” consiste en adquirir unos mínimos de moral concreta mediante ensayo y error [HsA, I, §§ 61-62]. Se despejarían en esta buena utopía unos principios mínimos, no más de tres tratados o compendios, que harían posible llevar una vida exacta la mayor parte del tiempo a pesar de la esencial inexactitud de la vida, de modo que sólo tuviéramos que preguntarnos cómo ser morales en casos muy específicos.
Cuando habla Musil de “exactitud” hay que entender, y valga la paradoja, una “exactitud fantástica” [HsA, I, 302], que sólo permite soluciones particulares, aproximadas y parciales, las que por otra parte necesita la vida concreta [HsA, II, 79; E, 66, 95]. Este método de las opciones abiertas tendrá en cuenta a la hora de elaborar su juicio el aún no dado paso siguiente, que a su vez ha de posibilitar cada acción o paso anterior [HsA, III, 91‑92]. Se trata de una moral que cuenta con el margen de indeterminación real en la vida humana, y considera inexcusable la evidencia de que “las cuestiones terrenas” nacen siempre “a partir de alguna clase de mezcla de bien y mal, enfermo y sano, egoísta y dadivoso” [E, 54].
La idea de bien tendrá que ser revisada a fin de dar razón de esta realidad diversa, si es que no ha de aparecer como simple idea nunca realizada y nunca realizable. Propone Musil redefinirla en términos matemáticos, como una función que al aplicarse a cualquier acontecimiento susceptible de calificación moral nos lo revela compuesto por muchas caras, y no todas a la postre buenas, sino también caras malas y otras no determinables. Viene a pedir por ello una lógica moral que no se considere contradictoria porque no todos lo hechos la aprueben, ni equívoca porque se aplique a hechos diversos. Esta lógica del bien tampoco es bivalente, no obliga como el  idealismo moral a elegir entre “lo uno o lo otro” [E, 108], sino que tiene presentes las facetas irreductibles a esta escisión en los conflictos reales. Así pues, si en general el conocimiento, el arte o la vida trabajan en la penumbra, y se yerguen a partir de lo que les falta, si la salud plena es estéril [E, 47], si no hay salud sin referencia a la enfermedad, el buen pensamiento utópico ha de intentar ser coherente con la irrealidad, porque la realidad mostrenca del mostrenco realismo ha dejado de tener sentido [HsA, II, 338].
      La exactitud ética como sentido de la posibilidad y del ensayismo implica el reconocimiento de límites para la univocidad del lenguaje, nos hace comprender el beneficio de repensar la alegoría, de contentarnos con semiconocimientos o provisionales semiverdades [HsA, II, 363], con analogías allí donde es imposible el saber completo. Se trataría de llevar las consecuencias de la vida de la experiencia, y concretamente de la vida perceptiva, a nuestros conceptos. Según Ulrich, habría que aprender a vivir como se lee [HsA, II, 337‑338], esto es, contando con las omisiones, anticipando los resultados pero sin poder prever el final. Si leemos como percibimos, si vivimos como leemos, no tendríamos que traducir cada detalle de la página a una síntesis última, sino que nos bastarían las síntesis parciales, de tránsito, aquellas que nos permitan seguir avanzando y que llegan exigidas por el momento y nuestros legítimos intereses personales. El ensayismo moral traslada este modelo de la lectura o de la percepción a la vida misma.

Edward Hopper: Compartimento C, coche 293 (1938)

Referencias:
Robert Musil: Ensayos y conferencias. Madrid:  Visor (La Balsa de Medusa), 1992. Traducción de José L. Arántegui. Citado en el texto como E.
Robert Musil: El hombre sin atributos I (trad. J. Miguel Sáenz). Barcelona: Seix Barral, 1981; II (trad. J. Miguel Sáenz). Barcelona: Seix Barral, 1986; III (trad. Feliù Formosa). Barcelona: Seix Barral, 1986 y IV (trad. Pedro Madrigal). Barcelona: Seix Barral, 1990. Citado en el texto como HSA.

domingo, 18 de marzo de 2012

Blogs y autobiografía

   Desde el arranque de su ensayo sobre Montaigne, la profesora Sarah Bakewell relaciona el estallido de los blogs, twits, tubes, spaces, faces, webs y pods con la autobiografía contemporánea. Sin miramientos asimila esta tendencia con estar "lleno de sí mismo". Bakewell se imagina una habitación repleta de "individuos fascinados por sus propias personalidades y gritando en busca de atención (...). Los blogueros y networkers ahondan en su propia experiencia privada, y al mismo tiempo se comunican con sus semejantes humanos en un festival del 'yo' compartido".
   Es graciosa esta manera de verlo, pero exagerada si pensamos en la cantidad de blogs existentes y el seguimiento que tienen, equiparable al muy variable de las idas y venidas de los distintos miembros de la familia en un hogar. Más adelante, la estudiosa de Montaigne deriva a un terreno más estimulante: "Esta idea, escribir sobre sí mismo, para crear un espejo en el que otras personas puedan reconocer su propia humanidad, no ha existido siempre. Se tuvo que inventar." Ese inventor fue, salvadas las distancias, Michel Eyquem de Montaigne. Así entendidas, las entradas en un blog son a su manera tan autobiográficas como los ensayos del alcalde de Burdeos, en cuanto excursiones más o menos indirectas a uno mismo. En esta senda de Montaigne cabe casi todo: la obra ajena que nos motiva, la imagen que fascina o los propios intentos/ensayos por aclarar el mundo y el extraño yo que lo vive. El festival de los blogs es un encuentro filosófico, y expresa a su manera el afán de sinergia entre el mundo, el yo y los otros.

Referencia:
Sarah Bakewell: Cómo vivir o Una vida con Montaigne. Barcelona: Ariel, 2011, págs. 13-15.


"No hacemos sino glosarnos los unos a los otros"

"Me estudio a mí mismo más que cualquier otro asunto. Ésta es mi metafísica, ésta es mi física"

"A fin de cuentas, todo este guisado que emborrono aquí no es sino un registro de los ensayos de mi vida"

(Los Ensayos, III, "De la experiencia")

sábado, 17 de marzo de 2012

El principio

   “Tu suerte está echada”, dijo, al tiempo que rodaba mi cabeza. Y aquí, mirando arriba mientras se me escapan las fuerzas, quiero creer que sueño. Pero el sueño comienza ahora; voy a dormir.

Óscar González: "El principio", en El Cuento. Revista de Imaginación. Vol VII, 42 (mayo, 1970), pág. 421.

El Cuento. Revista de Imaginación

La Realidad Fantástica

Fotograma del film Der junge Törless (1966)
   El dogmatismo utópico y la moral hipócrita (pensemos en los personajes de Arhheim y Leinsdorf) comparten la fe en el lenguaje directo, pleno de sentido, ese lenguaje en que se expresarían directamente las cosas. Para Musil esa expresión del éxtasis posee al menos dos peligros: el silencio como paradójica expresión de la esencia incomunicable y la apología de la moral de la buena conciencia aun a pesar de sus malos resultados [HsA, III, 331]. Para Musil, el supuesto proceso intuitivo por el que accedemos a verdades esenciales se despreocupa de despejar en la experiencia cotidiana las verdades existentes y reales, las que aparecen en el continuo de la vida, en esa instancia personal cercana al anonimato en la que el comportamiento no es todavía fruto de un carácter ya formado, sino que nace de, cabe decir, un preindividuo [E, 321].
   El estado de preindividuación no es nada místico, revela una escisión fundamental, a lo que viene apuntando desde su primera novela: la división de dos mundos, el del hogar, regular y cotidiano, y otro mundo fantástico, misterioso y lleno de sorpresas, como se sugiere en la sugerente alocución del cadete Törless al final de su estancia en el colegio. Se refería allí a la vida anónima que la fenomenología conoce como actitud preobjetiva, la de la opinión, la “inseguridad de espíritu”, que aglutina “la creencia, la suposición, la sospecha, el barrunto, el deseo, la duda, la tendencia, la exigencia, el prejuicio, la persuasión, el ejemplo, la óptica personal y otros estados de semicerteza” [HsA, IV, 137]. Es decir, todo aquello a lo que renunció la tradición cartesiana, lo que apenas existe para el Cogito encargado de iluminar con claridad y distinción las ideas evidentes. En terminología de Musil, hay que distinguir lo “racioide”, que es lo sistematizable (lo cartesiano), de lo espiritual o “no racioide”, formado con todo ese material repleto de excepciones que se precisa para la vida interior [E, 61], y que podría llamarse también “lo fantasmagórico”, un conjunto de escenas vividas o de “formas fantásticas”, las vivencias en estado bruto o salvaje, caracterizadas por aparecer, a fuerza de reales, dobladas con un fondo de irrealidad que las hace a la vez que difícilmente aprehensibles lo más digno de ser investigado [1].
   Estas vivencias que constituyen el siempre despreciado (en la filosofía) y versátil estado de la opinión, pueden ser extremadamente variables y conducirnos a un estado espiritual y social fantasmagórico, en el que todas las actitudes, aun las de signo opuesto, encuentran su justificación y su lugar. Cabe, por ejemplo, que por idealismo justifiquemos los mayores disparates, que matemos o nos hermanemos sin tomar nada en serio, conscientes de que en parte no nos corresponde a nosotros la decisión final. Pues bien, justo en esos instantes nuestra vida ha sido absorbida por una realidad puramente fantástica [2], y ha perdido su autonomía. Pero no es la única posibilidad de ese estado. Es cierto que el mundo y el yo en oposición expresan un conflicto de principio, puesto que la vida ni es ni puede ser nada exacto, pero si "las ideas reducen muchas manifestaciones de la vida a una", también ocurre que "una sola manifestación de la vida convierte a menudo una idea en muchas otras nuevas" [3], por lo que de la confusión de la sensibilidad pueden nacer igualmente productivas rutas para la racionalidad. En el conflicto con el mundo o ante los otros, el yo de cada caso está obligado a articular una de por sí inacabable relación con el no-yo, porque es propio del hombre ni estar completo ni poder llegar a estarlo [4], de ahí el tono melancólico pero realista en el buen sentido de la moral de Musil, y de ahí también el impulso para pensar y crear, ya que del mismo magma nacen la vida confusa y la vida orientada.


[1] Cfr.: J. M. Mínguez: Musil. Barcelona: Barcanova, 1982, págs. 24, 36, 39 y 113.
[2] Robert Musil: “Vicente y la amiga de hombres importantes”, en Los alucinados seguido de Vicente y la amiga de hombres importantes. Barcelona: Barral, 1970, pág. 203. Traducción de P. Grosschmid.
[3] Robert Musil: Páginas póstumas escritas en vida  Barcelona: Icaria, 1979, pág. 62. Trad. F. Martínez,
[4] Robert Musil: ”Veinte personajes. (Entrevista inédita con Robert Musil)” (entrevistador, O. M. Fontana), Quimera, 88 (1989), págs. 38 y 39.

La felicidad, según Mme. du Châtelet

   Tratemos pues de conservar la salud, de no tener prejuicios, de tener pasiones y hacer que contribuyan a nuestra felicidad, de sustituir nuestras pasiones con inclinaciones [si las primeras no contribuyen a nuestra felicidad], de conservar celosamente nuestras ilusiones, de ser virtuosos, de no arrepentirnos jamás, de alejar de nosotros las ideas tristes y no permitir nunca a nuestro corazón que conserve una chispa de gusto por alguien cuya inclinación por nosotros disminuye y que nos deja de amar. Algún día habrá que dejar el amor, a poco que se envejezca, tal día habrá de ser aquel en que deja de hacernos felices. En fin, pensemos en cultivar el gusto por el estudio, algo que hace que nuestra felicidad dependa únicamente de nosotros mismos. Preservémonos de la ambición y sobre todo sepamos bien lo que queremos ser. Decidamos el camino que queremos tomar para nuestra vida y tratemos de sembrarlo de flores.

Émilie du Châtelet: Discours sur le Bonheur (ca. 1745-1748). Citado en Martí Domínguez: El siglo de Voltaire. Conferencia en la Fundación Juan March (6/03/2012). Descargar.
Discours sur le Bonheur. Paris: Les Belles Lettres, 1961, págs. 38-39. Édition de Robert Mauzi.

Madame du Châtelet (1706-1749)

Mme. du Châtelet se anticipa a Tolstoi:

   "Los infelices se reconocen en que tienen necesidad de los otros, que aman relatar sus desventuras buscando remedio y consuelo. Los felices no buscan nada y no precisan comunicar a los otros su felicidad. Los infelices son interesantes; los felices son desconocidos" (pág. 5)

Sobre el amor:

   "Se reconoce más el amor por las desgracias que provoca que por la felicidad, a menudo oscura, que derrama en la vida de los hombres. Supongamos por un instante que las pasiones provoquen más infelicidad que felicidad, afirmo que aun así serían deseables, pues son la condición sin la cual no se pueden tener grandes placeres, y sólo vale la pena vivir para tener sensaciones y sentimientos agradables. Cuanto más vivos son los sentimientos agradables, más felices somos" (p. 6).

   "He dicho que nuetra felicidad depende de nosotros, eso es seguro; y sin embargo la pasión que nos puede dar los mayores placeres pone por completo nuestra felicidad en dependencia de los otros. Me refiero al amor.
   Esta pasión es la única que nos lleva a desear vivir y a dar gracias al autor de la naturaleza, sea quien sea, por habernos dado la existencia. (...) Si esta inclinación mutua, este sexto sentido, el más fino y delicado, el más precioso de todos ellos, logra juntar a dos almas sensibles por igual a la dicha, al placer, todo está dicho, nada más es preciso para ser feliz si exceptuamos a la salud; todo lo demás es indiferente" (pp. 27-28).

miércoles, 14 de marzo de 2012

Canetti ante Musil

Robert Musil
   De Robert Musil, el autor en lengua alemana que más admiró en su tiempo, Canetti obtuvo a partes iguales reconocimiento y desdén: “Quizá la satisfacción más pura de mi vida: el reconocimiento de Musil”, dice, así de tajante, en El suplicio de las moscas. En el tomo de su autobiografía titulado El juego de ojos es más explícito y equilibrado: un Musil esquivo y soberbio, que ha pasado de los cincuenta y no ve fin para El hombre sin atributos, conoce a un Canetti que apenas llega a los treinta, joven prometedor que se desenvuelve bastante bien en las lecturas públicas y dice admirar los dos tomos editados hasta el momento de esa gran novela en curso. Musil sabe perfectamente lo que se trae entre manos, pero también necesita el ánimo y apoyo de los otros, aunque no de cualquiera, por eso siempre quiere saber, ante las manifestaciones laudatorias de los admiradores espontáneos, al lado de qué otros autores lo colocarían, y dependiendo de la respuesta puede llegar a ser extremadamente desdeñoso. Considera a Broch un impostor, a Mann un megalómano (“El burgués Thomas Mann, la voz de la nación”, escribe en sus diarios), a Joyce un novelista descarriado y sin conocimientos de psicología, de Werfel se ríe sin miramientos, a Zweig y otros escritores de éxito sólo puede despreciarlos; de sus contemporáneos valora a Kafka, Rilke, Perutz y Walser; pero sus mayores reconocimientos apuntan a Dostoievski, Flaubert, Hamsun y… D’Annunzio. No era muy tratable Musil. Aun así, cuando Canetti le envía su Auto de fe, empieza a leerlo y le parece una novela soberbia. Sale de su concha y le manifiesta de viva voz su aprecio. A Canetti, que está obnubilado y no acaba de creérselo, sólo se le ocurre comentar que también Thomas Mann le ha expresado por carta su apoyo. Es una mala ocurrencia, para Musil no se puede estar en dos bandos al mismo tiempo, elegir un camino es dar la espalda a otro, hacer amigos es crearse enemigos. A partir de entonces el trato que depara a Canetti se vuelve cortés y educado, pero frío, nunca será ya tan franco y amistoso como en ese momento inicial, ahora echado a perder. Por eso Canetti, que obtuvo realmente el interés de quien a sus ojos era el mejor escritor del momento, puede recordar medio siglo después del episodio la satisfacción que le causó el reconocimiento de Musil, aunque calla lo que vino después, algo que ha debido causarle un triste desasosiego durante decenios. Habrá tenido tiempo para sopesar el rigorismo de Musil, y seguro que lo ha podido relacionar con las quejas de Kafka sobre castigos mayúsculos a culpas minúsculas o inexistentes. Canetti ha escrito algunas de las mejores páginas que existen sobre Kafka; pero no escribió más novelas. Por su parte, Musil nunca cita a Canetti en sus voluminosos diarios.

Elias Canetti

lunes, 12 de marzo de 2012

El regresivo

   Dios concedió a aquel ser una infinita gracia: permitió que el tiempo retrocediera en su cuerpo, en sus pensamientos y en sus acciones. A los setenta años, la edad en que debía morir, nació. Después de tener un carácter insoportable, pasó a una edad de sosiego que antecedía a aquella. El Creador lo decidiría así, me imagino, para demostrar que la vida no sólo puede realizarse en forma progresiva, sino alterándola, naciendo en la muerte y pereciendo en lo que nosotros llamamos origen sin dejar de ser en suma la misma existencia. A los cuarenta años el gozo de aquel ser no tuvo límites y se sintió en poder de todas sus facultades físicas y mentales. Las canas volviéronsele oscuras y sus pasos se hicieron más seguros. Después de esta edad, la sonrisa de aquel afortunado fue aclarándose a pesar de que se acercaba más a su inevitable desaparición, proceso que él parecía ignorar. Llegó a tener treinta años y se sintió apasionado, seguro de sí mismo y lleno de astucia. Luego veinte y se convirtió en un muchacho feroz e irresponsable. Transcurrieron otros cinco años, y las lecturas y los juegos ocuparon sus horas, mientras las golosinas lo tentaban desde los escaparates. Durante ese lapso lo llegaba a ruborizar más la inocente sonrisa de una colegiala, que la caída aparatosa en un parque público, un día domingo. De los diez a los cinco, la vida se le hizo cada vez más rápida y ya era un niño al que vencía el sueño.
   Aunque ese ser hubiera pensado escribir esta historia, no hubiera podido: letras y símbolos se le fueron borrando de la mente. Si hubiera querido contarla, para que el mundo se enterara de tan extraña disposición de Nuestro Señor, las palabras hubieran acudido entonces a sus labios en la forma de un balbuceo.

Óscar Acosta (Honduras, 1933)
Óscar Acosta (1956): "El regresivo", en Antonio Fernández Ferrer (editor): La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas. Madrid: Fugaz Eds., 1990, pág. 19.

Ulrich se asoma al Reino Milenario

   Perdido en la selva de su novela ontológica, en el capítulo 32 del primer volumen, Musil sitúa un breve episodio de la juventud de Ulrich, su escurridizo protagonista, que podríamos encuadrar en la tradición de las novelas del primer amor o de iniciación amorosa. Siguiendo la estela del género se nos narra un viaje desde el entusiasmo al desengaño, y sirve en primera instancia para explicar la atracción y repugnancia del Ulrich adulto hacia el lenguaje místico-poético, pero sobre todo nos llevará a comprender algún rasgo fundamental de su protagonista: "Un corazón de veinte años palpitó unos momentos en su pecho; desde entonces su piel se había cubierto de pelo y se había endurecido". 
   Siendo teniente del ejército, Ulrich se enamora de una mujer bastante mayor que él en edad, casada con el comandante mayor de su regimiento, por lo que "pronto será la mujer de un coronel retirado". Es una pasión fraguada en su mente, una idealización, ya que se alimenta casi en exclusiva del recuerdo de sus breves apariciones en las fiestas del regimiento, en las que toca el piano. Ulrich no es un inexperto, incluso ha descubierto el sendero que conduce a las mujeres honestas (el otro se le supone, como ha descrito inmejorablemente Stefan Zweig en sus memorias); pero del "gran amor" sólo tiene un concepto y esta mujer representará la ocasión de darle contenido concreto. Ulrich cae enamorado, "enferma" de amor, y Musil nos aclara que en estos casos se renuncia a la posesión amorosa a cambio del descubrimiento y engrandecimiento del mundo. En su estilo, Ulrich adorna el galanteo con toda una miscelánea de conocimientos diversos, y la señora le otorga el apoyo de su mano, cayendo los dos en fervoroso pero vestido abrazo con ocasión de un paseo a caballo. Esto será todo.
   El amor de la señora, "breve e irreal", no dependía de un concepto, sino de su estado de casada y la diferencia de edad; el de Ulrich tendrá que adoptar la forma de una huida en viaje por motivos inventados. En su peregrinaje siguiendo la línea ferroviaria, le escribirá múltiples cartas a su amada pero no las envía, primero describiendo sus ardorosos sentimientos, después los bellos paisajes. Instalado en una isla mediterránea, intenta reparar su escisión con excursiones en burro y un firme ensimismamiento en la naturaleza, llegando a descubrir que hay la misma distancia entre él y su amada que hasta el árbol más próximo. Toda categoría de separación es rechazada en la comunión con el todo, y Ulrich acaba sintiéndose en el corazón del mundo: "Todos los problemas y las sugerencias de la vida recibían una incomparable dulzura, suavidad y tranquilidad, y al mismo tiempo un significado distinto". Finalmente, hasta el rostro de su amada se difumina en el paisaje, y llega el momento de escribirle la única carta que echa al correo, para explicarle que el amor no tiene nada que ver con la posesión y el deseo de pertenencia, nociones de baja estofa económica.
   Sólo la ciencia psicológica podría aclarar si se encuentra aquí el origen de la melancolía de Ulrich, de su tendencia a la huida, al donjuanismo amoroso y a ese Reino Milenario que como utopía cruza la novela de su vida.

domingo, 11 de marzo de 2012

La crisis de Ulrich

    La nombrada Acción Paralela es el acto institucional con el que se va a preparar en Kakania (Imperio austrohúngaro), desde cinco años antes, el jubileo del setenta aniversario en el trono de su Emperador Francisco José, previsto para 1918. Con este suceso intenta Austria adelantarse por una vez a la siempre envidiada Alemania, que proyecta una celebración similar con motivo del trigésimo año en el trono de Guillermo II (y por ello la Acción austrohúngara se llama Paralela o Colateral); pero como la celebración alemana tendría lugar en junio, y la austríaca en diciembre, se resuelve en el Imperio declarar todo el 1918 “Año Jubilar de nuestro Emperador Pacífico”, según informa por carta su padre a Ulrich, instándolo a sumarse al proyecto. Ulrich es el personaje principal de la novela inacabada de Musil, arquetipo del “hombre sin cualidades”, un sujeto sin predicados que sopesa la posibilidad de tomarse unas vacaciones, algo así como un año sabático de la vida, una vez desencantado de su experiencia militar, de los estudios de ingeniería y de un doctorado en matemáticas. Finalmente entra en política, como secretario de la ya nombrada Acción Patriótica, en parte por dar gusto a su padre, y sobre todo con el fin de procurarse, en uno más de sus raptos de debilidad, y por si ello fuera aún posible, alguna propiedad o atributo que hacer pender de su melancólica personalidad. Tan firme es su repentina decisión que promete suicidarse si al final del año que se ha dado de plazo no llega a dar con un modo satisfactorio de vida.
   La Acción Paralela cumple en la novela un doble papel: por un lado, es el Ideal que podría recomponer una sociedad decadente y en plena descomposición, pues no hay que olvidar que los sucesos narrados transcurren entre 1913 y 1914, momento en que el espíritu de la sociedad austríaca inmediatamente anterior a la Gran Guerra, por decirlo como Musil, “ofrece la imagen de un mercado público” [HsA, II, 137]; y por otro lado es la ocasión, tomada con reservas por su protagonista, de aglutinar en torno a un carácter propio su desperdigada personalidad. Los dos frentes de la reflexión, el social y el individual, quedan así ligados desde el arranque de la obra.
   En ambos casos se trata de remediar una situación de crisis. La social hay que remitirla, como decimos, a la inestabilidad finisecular y de los primeros lustros del siglo XX en el Imperio austrohúngaro, pero la crisis aqueja también a las costumbres de una sociedad con “espíritu de tendero” [E, 119] capaz de reutilizar cualquier contradicción en beneficio propio siempre que se lo haga con el suficiente tacto y los papeles en regla (postura que encarna a la perfección el industrial Arnheim). La crisis es el nombre con que conocemos esta esquizofrenia de la historia reciente de Europa, y tal vez de todo el siglo XX y hasta de la actualidad, por cuya influencia uno se precia de convivir con una amalgama de tendencias contradictorias, de modo que tácitamente se suspende el juicio y la decisión personal, puesto que no es posible resolver la ambivalencia de los hechos [HsA, II, 362; IV, 481], lo que a la postre redunda en una dudosa capacidad para mantenerse a igual distancia de la verdad y la mentira, lo verdadero y lo falso.
   Ulrich tendrá que enfrentarse a esta tendencia, distinguiéndose de la moral que concilia las verdades más elevadas con lo exigido por los negocios [HsA, I, 121] en que sí es consciente de los subterfugios idealistas. A sí mismo se ve como un individuo tan pronto nihilista como activo y práctico, pero siempre una u otra cosa, y si los hombres se dividieran, como él cree, en apetitivos y no‑apetitivos, carnales o vegetativos, con o sin atributos, en él se cumplirían siempre los segundos rasgos, siendo como es un tímido de decisiones difíciles y envuelto en una nostalgia inexpresable [HsA, IV, 349]. A pesar de todo, es gracias a este estado de inseguridad como llega a descubrir una vía de superación de la hipocresía moral, mediante una lógica de la analogía [E, 86] con la que intenta comprender la diferencia pero también la conexión de la razón con la vida. Ulrich propone un método de comprensión del mundo que es puramente fenomenológico, pues parte de tomarlo a éste como se lo vive, como una pura alegoría [HsA, IV, 432], y sugiere que la condición indispensable para la adquisición de espíritu es la previa convicción de que se carece de él [HsA, II, 88], apuntando de este modo a un buen sentido de la crisis, un sentido socrático y metaforológico, por el que alza el vuelo apoyándose en las inseguridades de la vida y la razón.
   El relato de ese descubrimiento exige casi dos mil páginas.

 
Referencias:
Robert Musil: Ensayos y conferencias. Madrid:  Visor (La Balsa de Medusa), 1992. Traducción de José L. Arántegui. Citado en el texto como E.
Robert Musil: El hombre sin atributos I (trad. J. Miguel Sáenz). Barcelona: Seix Barral, 1981; II (trad. J. Miguel Sáenz). Barcelona: Seix Barral, 1986; III (trad. Feliù Formosa). Barcelona: Seix Barral, 1986 y IV (trad. Pedro Madrigal). Barcelona: Seix Barral, 1990. Citado en el texto como HSA.

La vida oscura

   Hay pensamientos vivos y pensamientos muertos. El pensamiento que se mueve en la superficie de nuestro ser y que en cualquier momento puede conectarse al hilo de la causalidad, no tiene por qué estar vivo. Un pensamiento que se nos da de esa manera resulta indiferente, impersonal, como un hombre que marcha dentro de una columna de soldados. Un pensamiento, aunque haya estado errando mucho tiempo por nuestro cerebro, sólo llegará a ser un pensamiento vivo cuando lo anime algo que ya no es pensamiento, algo que ya no es lógico, de manera tal que sentimos su verdad más allá de toda justificación intelectual, como un ancla que desgarra carne viva, sangrante... Los grandes hallazgos se producen a medias en la zona iluminada del intelecto, a medias en el oscuro fondo de nuestro ser más recóndito, y son por encima de todo estados de ánimo en cuya arista externa se alza el pensamiento, como una flor.
.................

   Así como siento que los pensamientos cobran vida en mí, siento también al observar las cosas que algo en mí adquiere vida cuando los pensamientos callan. Hay en mí algo oscuro, algo que está por debajo de todo pensamiento, y que no puede medirse con el pensamiento: una vida que no se expresa con palabras y que, sin embargo, es mi vida.


Cita combinada:
  • Robert Musil: Las tribulaciones del estudiante Törless. Barcelona: Seix Barral, 1982 (2ª edición al cuidado de Jordi Llovet), pp. 209-210 y 211.Traducción de Roberto Bixio y Feliù Formosa.
  • Robert Musil: Los extravíos del colegial Törless. Barcelona: Círculo de Lectores, 1989, pp. 228-229 y 230. Introducción y traducción de Joan Parra Contreras.

jueves, 8 de marzo de 2012

Amor fati

   En su autobiografía Ecce Homo, cuenta Nietzche que el pensamiento del eterno retorno fue una idea que se le apareció en agosto de 1881. Según la primera nota de trabajo en que lo aborda, lo describe de este modo:
El eterno retorno de lo idéntico. Importancia infinita de nuestro saber, de nuestro errar, de nuestros hábitos y modo de vivir, para todo lo venidero.
   El eterno retorno no es solo la convicción de que la configuración física de un mundo finito está condenada a la repetición en el tiempo, sino una metáfora de la vida enriquecida. El eterno retorno de todas las cosas es expresión del amor fati, del amor dionisíaco a la vida, lo que no es exactamente igual al carpe diem horaciano (la sentencia del genial epicúreo deja un regusto de angustia y huida ante lo que se avecina en el horizonte). El amor fati nietzscheano es amor al destino en sentido griego, tanto hacia lo que nos pasa como a lo que hacemos, tanto por la suerte como por el carácter, que son los contrapesos de la vida, es “no querer que nada sea distinto, ni en el pasado ni en el futuro, ni por toda la eternidad”. ¿Habrá una actitud más deseable para la vida, en cualquiera de sus edades y circunstancias? Al menos, no es conformista, ni idílica, se sitúa más allá o más acá del optimismo y el pesimismo, e implica mantenerse sobre las brasas de la vida y abocados a lo problemático sin querer otra cosa. Es como amar a alguien que nos hace dudar, viene a decir Nietzsche en El Gay Saber. Desde luego, pocas veces se vive más intensamente que en tales circunstancias. El amor fati es amor al instante, y no porque se vaya para no volver, sino porque  ha de regresar infinitas veces.
Referencias:
Friedrich Nietzsche: El Gay Saber. Madrid: Narcea, 1973, pág. 90.
Friedrich Nietzsche: Ecce Homo. Madrid: Alianza, 1982,  pág. 146, n. 5.

domingo, 4 de marzo de 2012

El espíritu

   Un espíritu iba a dejar de serlo: tenía que precipitarse desde la eternidad hacia el Tiempo, encarnarse:
   “¡Vas a vivir!”
   Era morir para él. ¡Qué espanto, sumergirse en el Tiempo! 
Paul Valéry (1939): Œuvres I. Bruges: Gallimard-La Pléiade, 1980, p. 299.

Paul Klee: Angelus Novus (1920)

sábado, 3 de marzo de 2012

Demonios y ética en Grecia (y 2)

Sócrates, el introductor de la conciencia moral, decía recibir “indicaciones” de “algo divino y demoníaco” referidas a lo que tenía que dejar de hacer. Encontramos aquí una advertencia negativa de tipo sobrenatural unida al consentimiento personal, en todo caso hay reconocimiento de una ambigüedad, y por eso ni la conjunción platónica en la Apología (“divino y demoníaco”) ni la asimilación de dioses y demonios por parte de Jenofonte en el arranque de sus Recuerdos debe confundirnos a la hora de ver la novedad de este demonio o demon socrático que se sitúa a medio camino del mandato celeste y del consentimiento propio, entre el cielo y la tierra, entre la razón y la emoción. Al admitir el concurso de una imposición ante su voluntad que le sugiere consentimiento, lo demónico parece tener la función de indicar furtivamente una oposición puntual a algo que se podría hacer pero que no debe hacerse (por ejemplo, no se opone a que se encamine al  Tribunal para escuchar su sentencia de muerte, tal vez porque la muerte no sea algo malo, concluye convencido Sócrates). En otros momentos, Sócrates se refiere a su demon como una fuente de perplejidad y llamada a la actividad del diálogo y la reflexión. En efecto, se advierte en la Apología que la ocupación o “trabajo” socrático, el examen filosófico, le ha sido encomendado mediante oráculos, sueños “y todos los demás medios con los que alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a un hombre hacer algo”. Hay bastantes referencias por parte de sus discípulos a esos raptos de meditación, intervenciones demoníacas, en que al parecer se sumía Sócrates, siendo por lo demás un hombre metódico y ponderado. Así pues, “lo demónico” en Sócrates puede considerarse una invitación a la práctica de la filosofía, como afirma el bello opúsculo de Apuleyo sobre este tema: “El culto de su demon particular, culto que no es otra cosa que la sagrada dedicación a la filosofía”.
Aristóteles, nuestro último acompañante en este recorrido por los demonios griegos, dirá por su parte que suerte y felicidad no pueden mantener una relación de causa y efecto. El sentido de la eudaimonía aristotélica no responde completamente ni a la “buena suerte” ni a la literal “inspiración de algún ser demoníaco” o simple “participación de un elemento divino” en nuestra naturaleza, sino que ha de conjugar tales condiciones con lo propio del ser humano, su razón y su voluntad. La eudaimonía no es ya fruto de una inspiración demónica o de la suerte, y aun viéndose condicionada, es un poder capaz de beneficiarse o de sobreponerse a ella. La Ética no depende de un golpe de suerte, la suerte la construye un buen carácter. Prevalece la racionalidad y el buen sentido, ya que está en juego la sana coherencia de un ser que se descubre múltiple y uno, contingente y a la merced de todo, pero también capaz de hacer mediante el poder de su razón y su voluntad una vida auténtica. 

Referencias:
Platón: Apología de Sócrates, 31d, 33c.
Jenofonte: Memorabilia, I, 3.
Apuleyo, “Sobre el demon de Sócrates”, en Tratados filosóficos, México: UNAM, 1968, pág. 20.
Aristóteles: Ética eudemia, I, 1, 1214a y I, 7; Ética nicomáquea, I, 9-10.

Demonios y ética en Grecia (1)

Kakodaímon (demonio malvado). Museo de Antioquía
En la cultura griega, el término daimonion se refiere a seres intermedios entre los dioses y los hombres. Según Hesiodo, crean distintas razas humanas y se complacen en intervenir en la vida de los humanos, siendo en general vigilantes benéficos. Pero en los poemas homéricos encontramos otros sentidos de lo demónico, equiparado ahora con las intervenciones de los dioses. En general, y como indica E. R. Dodds, cuando las influencias son positivas son obra de los dioses, por ejemplo el menos o fuerza  extraordinaria que infunde algún dios al héroe que desfallece en la batalla (el ejemplo más claro sería el de Héctor en el Canto XV de la Ilíada, a quien reanima Apolo, provocando un resurgir furioso de su ánimo guerrero); y cuando la influencia es negativa, puede ser o bien obra de un dios anónimo o, lo más corriente, de un demonio. Como ejemplo especial de esta influencia negativa, se puede citar el caso de la “infatuación” con locura transitoria (até) que causa en Agamenón la ceguera con que arranca la Ilíada.
El gran especialista E. R. Dodds resume las influencias atribuidas a los demonios en la cultura griega arcaica del siguiente modo: ya sea por obra de dioses anónimos o por demonios, en Homero “siempre que alguien tiene una idea especialmente brillante, o especialmente necia; cuando alguien reconoce de repente la identidad de una persona o ve en un relámpago la significación de un presagio; cuando recuerda lo que podría haber olvidado u olvida lo que debería  haber recordado, él, o algún otro, suele ver en ello (…) una intervención psíquica de alguno de esos anónimos seres sobrenaturales”. El sujeto homérico se reconoce supradeterminado por estas intervenciones, así como la propia personalidad del sujeto, su thymós, voz interior independiente que aconseja lo que hacer, aparece sujeta a unas determinaciones caprichosas de agentes demónicos, que lo elevan o engañan sin que éste pueda hacer nada. Esa voz personifica los impulsos emocionales y alude a la intromisión de lo sobrenatural en la vida de los hombres, como volveremos a encontrar en la tragedia clásica. En Homero esta sobredeterminación es aceptada como algo natural, y se explica en el último Canto de la Ilíada con la referencia a la suerte que reparte Zeus a los hombres mezclando los dos toneles (la buena o la mala suerte) para fabricar el destino humano: si alguien recibe tan sólo males, sólo cabe resignarse.
Después de los primeros poetas y trágicos, Heráclito relacionará con frase célebre y fecunda lo demónico, lo sobrenatural e ingobernable, y también lo irracional, con el carácter personal. La suerte y el destino (“daímon”, misma raíz que “daimonion”) son en realidad el carácter.  “El carácter del hombre es su destino” (Fr. 119), afirma con fecundo laconismo. Apenas podríamos rozar el sentido último de esta sentencia, pero el más evidente es que la suerte y el destino, hasta ahora entendidos como algo fuera del control por parte del sujeto, son en realidad lo más propio del ser humano, su carácter, el sí mismo o la identidad, esa que se reconoce en un rapto de inspiración, la que se pierde en un golpe de fatalidad, la que se recupera y se recuerda en el contacto con los otros. 


Referencias:
Hesiodo: Trabajos y días, vv. 120-125 y 250-256.
E. R. Dodds: Los griegos y lo irracional. Madrid: Alianza Universidad, 1980, caps. I-II.

Una vieja leyenda

   El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de un ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó de un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.

Italo Calvino [inspirado en Barbey D'Aurevily] (1985): Seis propuestas para el próximo milenio. Madrid: Siruela, 1990, pág. 45.
Italo Calvino (1923-1985)
Hermeneia:
El amor pasional perturba al que lo padece y lo hace desdeñar lo acostumbrado (convenciones y conveniencias sociales, incluso inclinaciones de la naturaleza). A menudo pasa por ser fruto de una maldición o de un encantamiento, de una ocupación que desposee al ser humano de su yo habitual. En tales casos, para encauzar al sujeto y librarlo de su locura, se impone otro encantamiento: la entrega a la actividad artística, a la acción política o la vida bucólica, enmascaramientos de un rostro más profundo, oculto y salvaje.