El fragmento debe ser como una pequeña obra de arte, aislado de su alrededor y completo en sí mismo, como un erizo -- Friedrich Schlegel --

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jueves, 29 de agosto de 2019

Monsieur Teste, el libro



   Es uno de esos libros que se pueden visitar por cualquier página y siempre nos dice algo. El título, por ejemplo, habría que llevarlo mas a tester que a tête, más al ensayo y las experiencias que a la cabeza y al intelecto. Así, la traducción libre sería "Señor Ensayo" o, como diría Musil, "Monsieur le Vivisecteur" (entendido al modo de Nietzsche como un "Herr Genealogist"). Tendríamos que relacionarlo, por tanto, con el Señor de la Montaña y sus Essais, que no sólo ensayan y catan, sino que comprueban y retuercen, como los de Bacon y tantos otros ensayistas ingleses, y tal vez Galileo sopesaba todo esto, incluido el posterior interés de Valéry por la física, cuando puso como título a su libro de 1623 El Ensayador y hablaba allí metafóricamente de la naturaleza como un libro escrito en lenguaje matemático. Portentosa imagen la de la naturaleza y el libro, no tarda en reaparecer en Descartes cuando habla del “libro del mundo” en su Discurso o Ensayo previo a sus tratados de 1637. Sobre Descartes también se explaya Valéry en varios textos a los que habría que volver después de los circunloquios de su Ensayador; y naturalmente, habría que terminar en Blumenberg y su tremenda exposición sobre La legibilidad del mundo. Un libro lleva a otros diez si es bueno, y a toda una biblioteca si es de los imprescindibles; aunque en algún momento tendremos que volver a la actitud ingenua y creer ingenuamente que un libro es solo un libro. 
 
 

jueves, 11 de agosto de 2016

La muerte de Chamfort

   Siempre que leemos sobre Nicolas Chamfort (1741-1794) hemos de revivir las circunstancias de su terrible muerte. Por ejemplo, en el texto de Albert Camus redactado en 1944 como prólogo para las Maximes et Anecdotes. Además de una discusión de sus posiciones, un elogio, una precisa situación de su obra en el contexto estilístico, moral e histórico del autor, Camus defiende la afinidad entre las anécdotas referidas por Chamfort y las novelas de Stendhal o el propio Camus. Hacia el final, describe la terrible muerte del "gruñón" moralista-inmoralista, el indignado con su época, el hedonista jacobino que abrazó a la revolución hasta que la revolución impuso el Terror y dejó de considerarlo fiable, terminando por encarcelarlo en el año 1793. Sólo estuvo un par de días; pero hubo de dejarle una viva impresión. Una vez fuera, es sometido a arresto domiciliario vigilado. Se le comunica poco después que debe volver a la cárcel, y a Chamfort no se le ocurre otra cosa que matarse por su propia mano. La descripción de Camus en este punto no ahorra detalles al horror: "Se dispara un tiro que le rompe la nariz y vacía su ojo derecho. Todavía con vida, vuelve a la carga, se degüella con una navaja de afeitar y se corta las carnes. Bañado en sangre, hurga en su pecho con el arma y, en fin, tras abrirse las corvas y las muñecas  se desploma en medio de un charco de sangre cuya aparición por debajo de una puerta acaba por dar la alarma". El prólogo detiene ahí el relato, pero debemos añadir que no tuvo éxito y, curado de urgencia, agonizó durante varios meses antes de expirar.
   La muerte de Chamfort es una metáfora del Terror revolucionario, y anticipa otras purgas realizadas en el siglo XX por partidos que igualmente creyeron encarnar la llama de la verdad, y acabaron quemando las carnes no sólo de los enemigos sino de los porteadores, de los propios camaradas.
  Con la mayor sagacidad, Antoine de Rivarol (1753-1801) ironizaba sobre esa elevación a la superioridad moral que acaba sentenciando "Sé mi hermano o te mato", y que Chamfort sufrió literalmente en sus propias carnes.






















"El mundo físico semeja a la obra de un ser poderoso y bueno, que fue obligado a abandonar en manos de un ser maléfico la ejecución de una parte de su plan. Pero el mundo moral diríase el producto de las veleidades de un demonio que se hubiera vuelto loco."

viernes, 8 de julio de 2016

El Sur

  Publicada por primera vez 1985, El Sur es una novela corta que fue escrita varios años antes por Adelaida García Morales (Badajoz, 1946 - Sevilla, 2014). La autora vivió una temporada en las Alpujarras, estudió Filosofía en Madrid y ejerció como profesora de Instituto. También llegó  a trabajar como modelo y acriz. Su obra más conocida es ésta, a la que siguieron El silencio de las sirenas (1985), La lógica del vampiro (1990), Las mujeres de Héctor (1994) y otras novelas y cuentos durante los noventa. Con el cambio de siglo, su actividad literaria prácticamente se detuvo y vivió al margen de la publicidad.
   El Sur es un relato fresco y al mismo tiempo melancólico. Aborda la infancia de una niña  y su posterior adolescencia en una casa aislada, en estrecha relación con su familia y en especial su padre. Ambos, narradora y padre, comparten un cierto fondo oscuro y hasta cruel, algo que se sugiere a través de un uso brillante del punto de vista; pero sobre todo son dos seres apasionados e insatisfechos. Un cierto aire de familia con la obra de Henry James se percibe también en Bene, ambigua novela de fantasmas y posesiones que nos recuerda Otra vuelta de tuerca. De El Sur hizo Víctor Erice una versión cinematográfica que debería verse como complemento de la lectura, ya que no se limita a trasladar la novela a imágenes, tiene entidad propia y está considerada una de las mejores películas del cine español.

May Sinclair invoca a Kant para explicar el Idealismo y encuentra el Aleph


May Sinclair y su gato Jerry
   Mary Amelia St. Clair Sinclair, May Sinclair, nació en 1863 cerca de Liverpool y murió en 1946. Hoy se la recuerda ante todo por sus cuentos fantásticos, pero éstos se hallan muy condicionados por sus intereses artísticos y filosóficos. Podría decirse que May Sinclair representa en el siglo XX un papel parecido al que George Eliot llevó a cabo en el XIX, ambas novelistas y filósofas. Escribió unas veinte novelas, además de ensayos sobre George Meredith,  las hermanas Brontë o los imaginistas de principios de siglo. En su novela más valorada, Mary Oliver (1919), emplea la técnica del "stream of conciousness", término que fija a partir de la psicología de William James. Publicó dos libros en defensa del Idealismo, y llegó a formar parte de la prestigiosa Aristotelian Society a partir de 1917. También estuvo muy interesada en el Psicoanálisis, contribuyendo a la creación de la primera institución de esta corriente en Londres, la Medico-Psiychological Clinic. Ambas fuentes, la Filosofía (en concreto el problema del mal) y el Psicoanálisis (el deseo sexual) se cruzan en sus relatos más conocidos, como "Villa Désirée" (1926) o el que más le gustaba a Borges: "Donde el fuego no se apaga", que el autor de "El Aleph" tradujo junto con el que vamos a comentar abajo en 1934, quince años antes de su famosa fantasía sobre un universo de cuatro dimensiones.
* * *
   Entre los soberbios relatos de Uncanny Stories (1923) se halla uno que por su elevado vuelo filosófico puede pasar un tanto desapercibido. Se titula "El hallazgo del Absoluto", y leído a la luz de las especulaciones borgianas puede resultar tan interesante como los más celebrados de esta autora:
   El Sr. Spaulding es un reflexivo y atormentado filósofo que ha dejado de lado los problemas morales a cambio de erigir un sistema idealista puramente teorético. ¿Cómo podrían la estupidez o el mal formar parte del Absoluto? Ahí están por ejemplo sus insoportables parientes, y sobre todo la traición de su joven esposa, que acaba de fugarse con un poeta imaginista. La infidelidad de su mujer hace que se resquebraje su fe en la metafísica, hasta entonces erigida sobre meditaciones que partían del yo como fuente racional de la realidad; pero ahora tiene que enfrentarse al insalvable problema del mal. Como en un vaso con grietas, el agua de la confianza del Sr. Spaulding empieza a perderse tras la huida de su esposa, y cuando la joven pareja muere, el uno por sus excesos con el alcohol y la otra de neumonía y de pena, el Sr. Spaulding los sigue casi de inmediato... Para reencontrarse con ellos en el mismísimo cielo. 
   El relato se divide en tres partes, y el episodio del cielo es el segundo. El Sr. Spaulding es guiado por su esposa y su amante, que le van explicando en primer lugar qué hacen allí los tres (el amor a la Verdad y a la Belleza los ha salvado) y cómo es la vida, o mejor la conciencia, en ese nuevo estado. Pues bien, la vida en el cielo es la confirmación de las teorías de un Idealismo de tipo kantiano enriquecido con notas de Schopenhauer y Hegel: cada mente o cada ser es un tiempo y un espacio particular, capaz de construir gracias a la Voluntad un Absoluto propio y diferenciado que es al mismo tiempo la única realidad existente (para esa conciencia, es decir, de manera absoluta). En este mundo la Ética no se rige por los mismos patrones que el mundo físico, y la idea de lo que está bien o mal (por ejemplo la malhadada infidelidad) está, digamos, fuera de lugar o se supedita a otras Ideas superiores, como la Belleza. De ahí que el poeta alcohólico y robaesposas esté tan campante en el cielo y adoctrinando al recién llegado. Para explicarle mejor su nuevo estado, acuerdan invocar nada menos que al propio Immanuel Kant, quien se aviene a detener un momento la contemplación del cielo estrellado para razonar con su alumno acerca del Espacio y el Tiempo. En el cielo, estas nociones son relativas al modo de Einstein, y para demostrárselo, Kant invita al Sr. Spaulding a una experiencia final, que constituye la tercera parte del relato. Se trata de llegar a captar el "tiempo tridimensional" (explicado sobre el modelo del espacio tridimensional, que es volumen), y cuando en efecto el Sr. Spaulding logra experimentarlo, vemos asomar a su conciencia todas las caras presentes y futuras del espaciotiempo anunciando el Aleph borgiano, el nirvana budista, los viajes en el tiempo, los agujeros negros o el multiverso, en tres o cuatro deslumbrantes páginas escritas en 1923.





lunes, 4 de julio de 2016

Biosofía

   Tal vez no sean los libros más complejos, ni los más influyentes en la Historia de la Filosofía; pero los textos autobiográficos de los filósofos, o con contenido biográfico, pueden llegar a atraernos más que sus obras mayores, tan ricas como intrincadas. Es lo natural, porque esos escritos con relato biográfico conectan con nuestra propia vida, en el plano concreto de la existencia. Disfrutamos más con el Discurso del Método que con las Meditaciones metafísicas, y el filósofo hará bien, como defendió Dilthey, en acostumbrarse a leer biografías y autobiografías (también las "no-filosóficas", como las de Alfieri o Cellini, advierte Dilthey), si es que está interesado (¿y quién no?) en aclararse qué es vivir. Esos textos y esos comentarios de los filósofos, inclinados sobre sus propias vivencias, trasladan la filosofía al campo literario, sin perder por ello rigor y alcance racional: el Platón de la Apología, los Memorabilia de Jenofonte o las cartas de Epicuro no son, desde luego, los textos más complejos de la filosofía griega; pero sí los más atractivos para quien tenga a Diógenes Laercio como historiador de referencia (y ya está permitido tenerlo).
   Si hubiera que hacer una selección de algunas de estas obras "biosóficas" para llevárnoslas a la habitación o para rellenar una pequeña balda en la biblioteca, no optaremos por Ser y Tiempo, aunque sea la existencia (en general) su tema de estudio, sino por el artículo más modesto sobre Hebbel o El camino de campo. Los Ensayos de Montaigne cumplirán como pocos con nuestras expectativas, sobre todo si pensamos en Experiencia. En este camino se juntan y entrelazan Bacon con Hazlitt, Lamb con Emerson o Thoreau; Lichtenberg con Hume y Schopenhauer. Los moralistas franceses fusionan anécdotas y aforismos en un golpe de reflexión basado en la vida cotidiana, y para empezar a leer a Nietzsche, nada mejor que Ecce Homo. En la era postmoderna, Stanley Cavell practica una filosofía de constantes referencias autobiográficas, junto al interés por las vidas de los otros tal y como comparecen en el cine y la literatura. El élan biográfico-filosófico incluye libros de apuntes, diarios filosóficos, ensayos biográficos o carnets, y nos lleva a reivindicar en un mismo y variado arco de lectura a Plutarco y Marco Aurelio, a San Agustín y Pascal, a Vico y Maine de Biran, a Kierkegaard y Valéry, así como una buena parte de la filosofía contemporánea, situada airosamente al margen del sistema ("sistema" a veces en sentido político, y a menudo en el sentido filosófico). Son obras que nacieron a la luz de las velas, y que irradian por ello una luz especial, un campo en el que se cruzan lo interpretado y el que interpreta, donde los filósofos son artistas (Nietzsche), y los escritores filósofos (Musil).



jueves, 1 de mayo de 2014

Las categorías de la vida (Heidegger y Ortega)

   En el año 1927 aparece una de las obras más importantes de la filosofía del siglo XX, El Ser y el Tiempo, de Martin Heidegger. En ese año, Heidegger todavía cree que para formular la inquietud fundamental de su filosofía, la pregunta por el ser, debe aclarar antes la estructura peculiar del que realiza la pregunta (el ser humano, al que llama Dasein). Más tarde renunciará a esta perspectiva, que lo insertaba en la tradición de la historia de la filosofía, y se sumergirá en una arriesgado pensamiento de carácter poetizante que intenta comprender directamente el ser, sin mediación de los entes. Hasta 1927, Heidegger asume intereses que reconocemos igualmente en Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Husserl... y Ortega y Gasset. Heidegger y Ortega se forman en la tradición fenomenológica, el español es sólo seis años mayor (nace
en 1883, Heidegger en 1889) y ambos han tenido en cuenta el vitalismo y, en especial, el largo desarrollo de la fenomenología husserliana. El método fenomenológico está dirigido a comprender racionalmente la experiencia vivida. En los años veinte, Husserl, Ortega y Heidegger participan de una inquietud común: la tarea de la filosofía es describir "el mundo de la vida" (Husserl), el yo y la circunstancia (Ortega), el "ser en el mundo" (Heidegger), aunque los tres marcan distancias entre sí. Ortega reivindica su autonomía, afirmando una y otra vez que él ha hablado de esos temas antes que algunos de sus contemporáneos alemanes, o que cuando lo hizo aún no tenían la suficiente proyección (toma así distancia, por ejemplo, de Dilthey). Pero si hay un punto importante en la filosofía orteguiana además del reconocimiento de la circunstancia histórica y social, lo que sin duda es un rasgo original y propio en su obra, es su clasificación de los atributos y categorías de la vida. Ortega es un autor que por la propia naturaleza ensayística de sus textos aborda una y otra vez los mismos temas con distintas formulaciones. Pues bien, en la obra de Heidegger encontrará una clasificación no ya de categorías (que Heidegger arroja al pasado de la filosofía) sino de "existenciarios" del Dasein que, aunque le pese al propio autor, no dejarán de ser traducidos por los lectores como atributos o características del ser humano. Muy resumidamente, el Dasein es, según Heidegger, un "sen en el mundo", un ser en un "ahí" (arrojado en el mundo, en el espacio) y un "que..." (con posibilidades desplegables en el tiempo). Antes que teórico es un ser práctico, pero también se caracteriza por ser discursivo, por tener un lenguaje con el que habla y comprende. El Dasein se caracteriza por "ser con" los otros, incluso hasta el punto de estar absorto en la impersonalidad, y sin embargo, también es un ser único con sus propias posibilidades. Este "ser de posibilidades" implica también una "última posibilidad", la de la muerte, que marca su estructura temporal como "ser para la muerte", lo que condiciona uno de los estados de ánimo ("encontrarse") más propios del Dasein, el de la angustia. El Dasein se preocupa y se "cura" del mundo, de los entes, de los otros, y por supuesto de sí mismo.
   Ortega tendrá en cuenta este esfuerzo clasificador del alemán y en las lecciones que comienza en 1929 sobre ¿Qué es filosofía? distinguirá unos atributos y categorías de la vida en elegante prosa castellana. Los atributos fundamentales de la vida pasan por la constatación de que somos seres que vivimos. La vida es transparencia o evidencia para sí misma, e incluye todo lo que hacemos y lo que nos pasa. Aludiendo a Heidegger y reclamando la prioridad cronológica, reconoce que vivir es "encontrarse en el mundo", lo que para Ortega significa "convivir con una circunstancia", en un aquí y ahora, como "encajados" o sumergidos en ella. La vida no está trazada de antemano y por eso es siempre imprevista, estamos siempre forzados a elegir entre diversas posibilidades, hay una estrecha convivencia de la libertad y la fatalidad puesto que no podemos dejar de ser libres (un filósofo posterior, Jean-Paul Sartre, dirá con fórmula exitosa que estamos "condenados a la libertad"). La libertad sirve para distinguir qué vamos a ser, luego somos seres temporales. Y si hubiera que resumir en forma de categorías esta profusión de atributos, Ortega cree que se pueden destacar las siguientes: Vivir es existir para uno mismo, es "encontrarse", "enterarse" y "ser transparente" como ser que vive en el mundo. Vivir es estar ocupado con todo lo que hay en el mundo, incluido uno mismo, ya que nos preocupamos por nuestra vida en la medida en que no nos viene ya hecha. Vivir es vivir para algo, para una finalidad imprevista, con libertad para esto o aquello, aunque no con posibilidades infinitas, sino marcadas por un aquí y un ahora circunstanciales. Por eso la vida es fundamentalmente temporal, es "futurización"
   Heidegger y Ortega plantean caracterizaciones muy parecidas de los atributos básicos del ser humano, la del primero es tan pretendidamente original que hasta inventa un lenguaje, y hay que reconocer que es metódica y exhaustiva, si bien particulariza en exceso y se deja llevar por la oscuridad y el pesimismo. La de Ortega es más elegante y luminosa, tal vez por su carácter narrativo y literario, también resulta más abierta y optimista, en consonancia con ese tono deportivo que lo llevó a hablar de la vida como aventura.

Heidegger y Ortega en Darmstadt, 1951

lunes, 30 de septiembre de 2013

La paradoja de Zenón

 

   La famosa paradoja de Zenón de Elea (ca. 490-430 a. C.) sobre la carrera entre Aquiles y la tortuga es  todo un clásico dentro de la problemática filosófico-matemática del infinito. Fue enunciada con la intención de demostrar que la información que recibimos por los sentidos es errónea, ya que si bien creemos que el movimiento es real porque lo vemos, un análisis racional demostraría, mediante reducción al absurdo, que no lo es.
   Sean de hecho dos corredores en una pista: Aquiles y una tortuga. Aquiles, el héroe griego, deja una ligera ventaja a la tortuga, y ambos salen hacia la meta al mismo tiempo. Pues bien, nunca alcanzará Aquiles a la tortuga, afirma Zenón, pues aunque vaya acercándose cada vez más a ella, la tortuga nunca deja por su parte de avanzar, y aunque a un paso más lento, siempre mantendrá una cierta distancia con respecto al heroico corredor. Para alcanzarla, Aquiles tendría que llegar antes a un punto intermedio entre él y la tortuga, y antes aún a uno intermedio entre ese punto y el que ocupa, en fin, la sucesión de puntos es infinita, y Aquiles se pierde recorriendo una infinitud de puntos que no le llevan a ningún sitio. Esta paradoja incluye otra conocida como “del estadio”, según la cual no se puede recorrer ningún tramo del estadio, ni el estadio completo, porque para llegar a cualquier sitio partiendo de otro hay que recorrer previamente una infinitud de lugares intermedios. O la paradoja, también de Zenón, de la flecha, que nunca llegará a su objetivo en la diana por el mismo motivo: la imposibilidad lógica de recorrer todos los infinitos puntos intermedios entre el punto de salida y la diana en un tiempo finito.

   Augusto Monterroso en su cuento “Aquiles y la Tortuga” ha dado una graciosa versión de la paradoja:
Por fin, según el cable, la semana pasada la Tortuga llegó a la meta. En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones. En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles.
   Ya más en serio, tenemos aquí implícito el problema de los números irracionales, descubiertos por la escuela de pensadores conocida como “Pitágoras” (a Pitágoras de Samos, que vivió realmente en el siglo VI a. C., se le atribuyen en realidad descubrimientos de todos los “pitagóricos” posteriores), cuando tuvieron que representar la hipotenusa de un triángulo rectángulo con dos catetos que medían 1, ya que la raíz cuadrada de 2 da lugar a un número de infinitos decimales. En el caso de la paradoja de Aquiles y la tortuga, el problema obliga a establecer una relación entre Espacio (E) y Tiempo (T), así como la posibilidad de  determinar sus medidas con números, donde caben dos posibilidades: a) si se postula que ambos, T y E, son infinitamente divisibles, Zenón parece que tendría razón al suponer que nos perdemos en un continuo sin salida. b) si se acepta que el T disponible es finito (compuesto de momentos finitos) sería imposible recorrer puntos infinitos en el espacio, porque "no nos daría tiempo", y de nuevo gana Zenón.
   Bertrand Russell se enfrenta al problema con las armas de la matemática contemporánea, recoge la aporía y admite el mismo carácter matemático para E y T, defendiendo que el de Elea no lleva razón precisamente porque E y T son infinitos. La explicación ha de remitirse a la matemática y al mismo tiempo al sentido común, pues un número infinito de instantes no supone en la práctica un tiempo infinitamente dilatado y, como sabemos por experiencia, en un tiempo infinitamente divisible se recorren espacios infinitamente divisibles. Reconoce Russell una dificultad, la del infinito, que impide distinguir tamaños entre colecciones infinitas. La unión de los números pares (infinitos) con la de los impares (infinitos) no es mayor que cada colección de ellos por separado. Se trata de una “rareza” (elude Russell llamarla “paradoja”) que arrastra el concepto de infinito, pues en teoría obliga a aceptar que hay un todo con partes que a su vez poseen el mismo número de  componentes que el todo del que forman parte. Para ilustrarla, relata la Paradoja de Tristram Shandy, que ya conocemos.
   En el caso de la paradoja de Aquiles y la tortuga advirtamos simplemente que si se representan las colecciones infinitas de puntos en el espacio como líneas, tan infinita (en cuanto a sus componentes) es la que va de Aquiles a la Tortuga como la que lo liga imaginariamente al sol. Ahora bien, Aquiles recorrerá antes la primera que la segunda, lo que no impide que en ambos casos haya recorrido un número infinito de puntos que corresponden a segmentos expresables con un número finito que indica su largo en forma de número, y éste sí es mayor o menor. Zenón postula que una totalidad concreta compuesta de un número infinito de partes ha de ser infinita; pero lo cierto es que esas totalidades se expresan en un número que hace referencia a su vez a una medida. La fuente de la confusión viene del intento imaginario por “recorrer” uno a uno los momentos o los puntos de totalidades que no pueden de hecho reducirse a una sucesión concreta de números, si bien se podría suponer y expresar con el número Aleph, el cual indica la  cardinalidad del conjunto de números enteros, y no puede modificarse, no crece ni disminuye al sumarle otros números ni al multiplicarlo por otros números; sin embargo, el matemático Cantor supuso y probó que hay números mayores que Aleph, los llamó transfinitos. He aquí de nuevo el supuesto de los grados de magnitud para campos infinitos. Así se explicaría matemáticamente, y en gran parte se “desencanta”, el mito.


martes, 18 de junio de 2013

Buenos-malos y malos-buenos

   El encuentro con su hermana Agathe supone toda una revolución para el hombre sin cualidades. Su primer cambio importante es de orden moral. En los meses anteriores, los que ha dedicado a buscar un sentido para su vida en diversos órdenes, tanto personales como sociales, ha postulado la necesidad de un "secretariado de la precisión" para la dirección del alma, tomando como referente la exactitud matemática a la que ha dedicado su doctorado; pero ahora, tras la muerte de su padre y a raíz de hondas conversaciones con Agathe, comienza a sentir que esa precisión en los asuntos vitales es una utopía tan abstracta y tan falsa como la comunión espiritual a la que aspiran Diotima y Arnheim. La actitud del platónico Arnheim, cuya participación en la Acción Paralela oculta intereses puramente comerciales, revela una bondad como mínimo dudosa, una bondad de mala manera, o una bondad con resultados despreciables; sin embargo, Agathe, que no duda en falsificar el testamento de su padre para perjudicar a su marido, al que piensa abandonar en cuanto pueda, actúa ciertamente mal, como reconoce su hermano, pero con una justificación si no legal al menos vital, dados quienes son uno y otra, y dadas las leyes del momento.
   Al margen de los malos-malos, una especie humana ciertamente escasa, tanto como la de los buenos-buenos, Ulrich cree reconocer dos tipos mayoritarios, el de los "buenos-malos" (buenos de mala manera) y el de los "malos-buenos" (malos de bien). Los primeros viven en un entorno de conceptos gastados y sin vida (como árboles muertos en los que se posan pájaros rellenos de paja, dice Musil); los segundos pueden actuar mal pero aspiran al bien y sienten la vitalidad de los problemas morales
   Es una vez más la contraposición entre una actitud platónica y otra de tipo nietzscheana. La elección ha de establecerse entre una vida protocolaria y ya hecha que intenta enfundar al sujeto en un traje previamente confeccionado, a riesgo de anestesiarlo en el mejor de los casos, o asfixiarlo en el peor; y otra que no oculta sus contradicciones, pero que aspira a la pureza con aquella parte de su ser aún incorrupta.
[ Vid. HsA, II, cap. 18 ] 

sábado, 27 de abril de 2013

La sabiduría de James Salter


   Hace un par de semanas, Antonio Muñoz Molina llamó la atención sobre un autor poco conocido, James Salter (1925). Se han editado algunos de sus libros en España, pero la mayoría están descatalogados. Sin embargo, su última colección de cuentos, titulada La última noche, sigue viva, y permite plantearnos qué es la literatura filosófica, ¿es aquella que introduce sugestivas reflexiones sobre el ser humano o los problemas de la existencia? Tendrá que serlo; y como se puede "reflexionar" de distintos modos, no sólo con un discurso plagado de tesis y antítesis, Salter puede parecer filosófico, o incluso un sabio, en esta obra de madurez recopilada a sus ochenta años, donde nos ofrece un escueto conjunto de iluminaciones sobre la condición humana, especialmente con respecto al afecto, el amor y la fidelidad. Puede que no haya un tema más destacado por la historia de la literatura; la novedad radica en la forma, en la claridad expositiva, en la riqueza de la sugerencia, en la justa descripción y el diálogo, en resumen, en las templadas armas de un escritor que se revela como un experto. 
   Muñoz Molina recomienda el que da título, y parece inevitable comenzar por él, pero no es preciso, porque cualquiera de los otros se sitúa al mismo nivel que este relato de eutanasia fallida y malas conciencias. En el inicio del libro, "Cometa" vuelve la vista a las infidelidades, incluso aquellas del pasado que no deberían afectar a las nuevas parejas, pero que arrastran el sentimiento de sentirse sustituto; y Phil, como otros hombres envejecidos de la colección, recordará con añoranza el esplendor de una relación que pasó por su vida como un cometa. En otros cuentos, Salter pone en movimiento a personajes femeninos, una estrella de cine en las últimas, que sólo consigue el desprecio o el temor de quienes la tratan, o la enamorada repentina de un poeta borracho y autodestructivo que ni llega a enterarse de la existencia de ésta. En "Cuánta diversión" asistimos a una reunión de amigas en la que analizan su situación sentimental, pero una de ellas tiene un secreto que no puede compartir aún, sólo se lo dirá al final de la noche al taxista que la lleva a casa. En "El don" una pareja puede pedirse cada año que el otro elimine algo que molesta a su pareja, no puede ser algo positivo, sólo que deje de hacer algo. Esta conminación demónica adquiere tintes dramáticos cuando "el don" se dirige a barrer la amistad con otra persona. Las relaciones pasadas que vuelven como una tentación o una decepción, y las que empiezan de manera ilícita pero enaltecedora son examinadas en otros cuentos perfectos en su género, con la densidad justa, medidos como piedras que se engastan en anillos. Los cuentos de Salter rinden honores a un género repleto de reglas y hacen bueno ese principio no escrito de la literatura, que cuanto más sofocante es el molde de la creación, más puede brillar la creatividad del artista.

miércoles, 10 de abril de 2013

El dolor es inevitable; el sufrimiento es opcional

   Según el novelista (y corredor) Haruki Murakami (Kioto, 1949), correr es una dedicación que tiene relación con la escritura de novelas además de con la vida en general.
En mi caso, la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. De un modo natural, físico y práctico. ¿En qué medida y hasta dónde debo esforzarme? ¿Cuánto descanso está justificado y cuánto es excesivo? ¿Hasta dónde llega la adecuada coherencia y a partir de dónde empieza la mezquindad? ¿Cuánto debo fijarme en el paisaje exterior y cuánto debo concentrarme profundamente en mi interior? ¿Hasta qué punto debo creer firmemente en mi capacidad y hasta qué punto debo dudar de ella? Tengo la impresión de que si, cuando decidí hacerme escritor, no se me hubiera ocurrido empezar a correr largas distancias, las obras que he escrito serían sin duda bastante diferentes [De qué hablo cuando hablo de correr, págs. 108-109].
  En su libro sobre running, Murakami muestra un candor aplastante, como por otra parte ocurre en sus novelas. Después de todo, ése es el éxito de Murakami, quedarse en la sencillez sin caer en la banalidad, aunque a menudo la bordea peligrosamente. Ni el lenguaje, ni la estructura, ni las ideas son profundísimos, es cierto;  lo que sorprende es que alguien escriba como si le explicara las cosas a niños de siete años, y que nos guste. Habla de sus inicios como corredor, y lo relaciona con los distintos periodos de su vida, el de estudiante, el de dueño de un pub de jazz, el de novelista; habla de los distintos tipos de corredores que hay, de la carrera de fondo, del maratón (y los distintos maratones que ha corrido) y finalmente del triatlón (que combina natación, ciclismo y carrera), al que se ha aficionado en los últimos años. Una de las conclusiones que extraemos es que en ocasiones lo más importante en la vida de las personas no es su actividad pública o aquella por la que son más conocidos. Curiosamente, cuando se imagina un epitafio para su tumba, propone el siguiente:

HARUKI MURAKAMI
Escritor (y corredor)
(1949-20**)
Al menos aguantó sin caminar hasta el final

   En este epitafio se resume un consejo tan simbólico y vesátil como el aforismo budista que da título a la entrada y que rumiaba un corredor del maratón de Nueva York como si fuera un mantra a lo largo de los 42,192 Km del recorrido. Aunque sólo sea por detalles como éstos, vale la pena leer y releer este libro.


miércoles, 27 de marzo de 2013

El demonio de Sócrates, una vez más

   La distinción entre el Sócrates histórico y el platónico es un debate recurrente y perpetuo en la historia de la filosofía. Al discursivo personaje de los diálogos platónicos de madurez se opone el personaje sin doctrina que se caracteriza con otras fuentes. Estando su realidad histórica en la inexpugable sombra, entre la grotesca imagen de Aristófanes y la idealizada de Platón, sin ajustarse con seguridad a la más bien cotidiana pintura de Jenofonte, en fin, poseedor de argumentos seguramente más fuertes de lo que pudo recoger alumno u oponente cualquiera, el padre de la filosofía tal y como la seguimos considerando en la actualidad puede considerarse un irremontable enigma y como todos los enigmas, demanda, una vez más, nuestra interpretación.
   Según Hannah Arendt, la dedicación de Sócrates pretende mostrar con su práctica diaria que el pensar, ese pensar sin fruto inmediato y tal vez estéril, es lo más digno de ser conservado. He aquí, por tanto, una aparente incongruencia: que lo más valioso en el ser humano sea su lado infructuoso e inseguro. Pues bien, podríamos entender este legado socrático en relación con sus enigmáticas referencias al demon que, dice, lo guía en sus prospecciones filosóficas. De hecho, ¿en qué estaría pensando al referirse a su vocación o destino filosófico calificándolo de “demonio”? Lo primero que viene a la cabeza es esta larga tradición que arranca en los poemas homéricos y llega hasta Aristóteles pasando por el propio Sócrates, y que se caracteriza por unir el destino y el carácter humano, lo irracional unas veces, lo racional otras, con unos metafóricos seres sobrenaturales intermedios entre el ser humano y los dioses que le sirven de guía. Su efecto puede ser positivo (sentido tutelar) o negativo (hybris homérica, por un lado; destino trágico, por otro).
   En el Banquete platónico, dentro del famoso diálogo con la maga Diotima, leemos que ésta instruye al joven Sócrates sobre una situación intermedia entre la sabiduría y la ignorancia donde sitúa a la adivinación. Del mismo modo es intermedia, pero entre los dioses y los hombres, la naturaleza de los demonios (y aquí incluye a Eros), cuya función es ejercer como mediadores en el diálogo entre unos y otros, tal y como se ensaya en el arte adivinatorio que ejercen los “hombres demónicos”, adivinos y magos. Para cualquier otra actividad relativa a artes u oficios, ya no puede hablarse de demonismo o genialidad, porque en ellas se trata de simples repeticiones propias de un menestral. Ahora bien, el filósofo —continúa el diálogo—se encuentra igualmente en una situación intermedia entre la sabiduría y la ignorancia, pues el sabio no puede desear algo que ya tiene, mientras que el ignorante ni siquiera es consciente de su ignorancia y por tanto no cree necesitar conocimientos. De este modo, el filósofo también se sitúa por derecho propio en el terreno del demonismo.
    Cuando Sócrates afirma recibir “indicaciones” de “algo divino y demoníaco” referidas a lo que tenía que dejar de hacer nos hallamos ante una advertencia negativa de tipo divino pero unida al consentimiento personal, luego hay también reconocimiento de una ambigüedad, y por eso ni la conjunción platónica en la Apología (“divino y demoníaco”) ni la asimilación de dioses y demonios por parte de Jenofonte en el arranque de sus Recuerdos debería impedir que interpretemos al demon socrático en relación con una tarea como decíamos ambigua, a medio camino del mandato celeste y el consentimiento propio. El demon adivinatorio (como el practicado en el Oráculo de Delfos) se ha venido utilizando en relación con preguntas concretas, por ejemplo las dudas de quien siembra un campo pero no sabe si le rendirá fruto, las de quien desposa una mujer bella pero no sabe si le causará tormento, o las del que establece alianzas políticas pero ignora si sus aliados de hoy lo traicionarán mañana. Por eso, de quien argumentaba que estos asuntos sólo competen al conocimiento humano decía Sócrates que deliraba. En efecto, el demon podría iluminar aspectos de la decisión que no están claros para el hombre, que le resultan invisibles, y por eso tantos otros, al igual que Querefonte, han recurrido al Oráculo; pero dirigirse a él para confirmar lo claro o para evitar el esfuerzo que compete al correcto uso de las facultades sería también síntoma de delirio. Al admitir el concurso de una imposición ante su voluntad que le obliga a consentimiento, es decir, al asumir su destino como filósofo, lo demoníaco deja de ser a sus ojos algo que se ha de asumir pasivamente, pues sustituye metafóricamente a la fuente de la perplejidad y a esa misteriosa llamada a la actividad filosófica. El sentido dado por Sócrates a lo demoníaco abre el paso a la constatación de la buena ambigüedad que determina a la filosofía. La dialéctica socrática se liga a un peculiar método de oposición y autopunción: la ironía, que según afirma Merleau-Ponty, significa el descubrimiento de “un doble sentido fundado en las cosas” y que conduce no a la simple constatación de las dificultades, sino, más allá de eso, a una investigación filosófica que se caracteriza por la perpetua corrección del saber por la ignorancia y viceversa (motivo por el cual ni podría ni debería dejarse por escrito). Lo impío de Sócrates, el motivo de su acusación y juicio es su extraño sentido de lo demoníaco. Es este demonio lo que nos hace ver en Sócrates al inspirador de una idea compleja y harto peligrosa en su época y en cualquier época: el cuestionamiento perpetuo de cualquier idea recibida, y es que en el fondo de la Apología vemos brotar la idea revolucionaria de la desobediencia civil, y ello a pesar de que, paradójicamente, Sócrates siempre mostró el más escrupuloso respeto por las leyes, de lo que se jactó soberbia pero brillantemente ante los representantes de la Ley, logrando a su manera que se le impusiera la pena de muerte, como si fuera autoimpuesta, para desgracia de quienes creían perjudicarle y acallar con su muerte esta nueva forma de vivir.

Referencias:
Hannah Arendt: La vida del espíritu. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1984.
E. R. Dodds: Los griegos y lo irracional. Madrid: Alianza Universidad, 1980.
Platón: El Banquete,  Fedón y Fedro. Madrid: Guadarrama, 4ª ed., 1981, pp. 76-81
Platón: Apología de Sócrates, 31d
Jenofonte: Memorabilia, I, 1 y IV, 3.
Tomás Calvo: De los sofistas a Platón: política y pensamiento. Madrid: Cincel, 1986.
Maurice Merleau-Ponty: Éloge de la philosophie. Paris: Gallimard-idées, 1979.
Robert Musil: Diarios 1. Valencia: Alfons el Magnànim, 1994, pág. 391.


 

Así se fue de entre los humanos. Los atenienses se arrepintieron enseguida, hasta el punto de que cerraron tanto palestras como gimnasios. Desterraron a los otros (acusadores), y condenaron a muerte a Meleto. A Sócrates lo honraron con una estatua de bronce, que erigieron en el camino de las procesiones, obra de Lisipo. 
[Diógenes Laercio] 

sábado, 12 de enero de 2013

Extinción

 
El tilacín o tigre de Tasmania fue un animal extraño y fascinante. Parecía perro o lobo, aunque perteneció a la familia de los marsupiales. Habitó en Australia y Nueva Guinea desde hace 4 MA hasta el 1936 de nuestra era, en que se cree murió el último ejemplar. En el continente australiano habría desaparecido hace unos 2000 años sobre todo a causa del impacto humano. En Tasmania (isla de Oceanía perteneciente a Australia) fue de nuevo el hombre quien propició su acoso para evitar que este animal, exclusivamente carnívoro, matara a las ovejas de los ganaderos. El último ejemplar conocido, capturado en 1933, murió tres años después en el zoo de Hobart.
En la película The Hunter (2011), Martin, un mercenario y cazador, es contratado por una poderosa corporación para abatir a un supuesto último ejemplar de tilacín avistado en Tasmania. Su misión es volver con muestras biológicas y eliminar los restos del cadáver. Sólo hay crueldad en esta película, el afán corporativo por hacerse con cierta toxina natural del animal con la que paraliza a sus presas, la rudeza de los leñadores que sólo ven enemigos en los ecologistas, el propio cazador con una misión para la que demuestra estar perfectamente capacitado y nos sugiere un pasado culpable. Con el paralelismo entre la extinción del último ejemplar de la especie del tigre y la supervivencia de sólo el hijo pequeño de una familia ecologista, el film nos deja un mensaje conservacionista pero desesperanzado.


El gran escritor W. G. Sebald (1944-2001), prematuramente desaparecido en un accidente de tráfico, alude al azote cómplice que es la ciencia para la naturaleza en Del natural (1988), dentro de un largo poema que recrea la odisea del naturalista G. W. Steller, unido a la segunda expedición del explorador danés Vitus Bering por la costa ártica de Siberia y en busca de una ruta hacia América:
Manuscritos al final de su vida,
escritos en una  isla del Ártico
con una pluma de ganso que rasca y tinta biliosa,
listas de doscientas once
plantas diferentes,
historias de cuervos blancos,
raros cormoranes y vacas marinas,
reunidos en el polvo
de un inventario sin fin,
su obra maestra zoológica,
De bestiis marinis,
programa de viaje para cazadores,
guía para contar pieles,
no, no suficientemente alto
estaba el  norte.
Las vacas marinas de Steller, descritas por vez primera por este naturalista, no estaban suficientemente en alto ni ocultas para librarse de la rapiña humana. Avistadas en la costa de Kamchatka y con sus ocho metros de longitud, estos sirenios mansos hasta el punto de dejarse matar sin intentar la huida fueron exterminados en un cortísimo periodo de tiempo, menos de treinta años, en cuanto se extendió la noticia de su existencia y las propiedades de su carne. En 1768, Ivan Popov, uno de los antiguos compañeros de expedición de Steller visita la isla de Bering y encuentra el último ejemplar registrado de esta especia, al que da muerte.

Vaca marina dibujada por Steller
De la mano de Sebald, aunque harto de la evidente comparación, a un tiempo deudor y simbólico visitante de su tumba, seleccionador de su novela Los anillos de Saturno como, en su opinión, la mejor novela sobre la soledad, el narrador nigeriano Teju Cole ha construido a pesar de su juventud una novela que queda aposentada en la memoria. En su arranque y final, las aves son el centro de su interés. En el comienzo las aves migratorias, en el final una sebaldiana reflexión sobre el impacto de la Estatua de la Libertad sobre las aves, siguiendo para ello el registro de los animales muertos al chocar contra ella a finales del XIX, cuando hacía las veces de faro de la ciudad con una llama enorme: "Una mañana de 1888, por ejemplo, después de una noche especialmente tormentosa, se recogieron de la corona, el balcón de la antorcha y el pedestal de la estatua más de mil cuatrocientos pájaros muertos". El registro que a instancias del coronel Tassin se empezó a llevar de estas muertes permite al novelista acabar su novela destacando que en la mañana del 13 de octubre se recogieron 175 chochines, "aunque la noche no había sido especialmente ventosa ni oscura".

miércoles, 9 de enero de 2013

Queremos tanto a Goleman


Por haber divulgado como nadie antes de él un tema apasionante, por los 7 millones de libros vendidos de su obra principal, por haber dado que pensar y haber iniciado un debate interesantísimo, tenemos que leer a Daniel Goleman. Muchos de los argumentos, de sus estupendos relatos y quizás el hallazgo de una idea afortunada, hacen de su libro de 1995 una obra apasionante; pero la concepción contradictoria (tomada no literal pero sí en espíritu de un autor más riguroso, Howard Gardner) de "inteligencia emocional", y definida además con rasgos de personalidad, perturba lógicamente a los psicólogos profesionales y tradicionales. Como ya advertía Binet, porque no se puede decir de otro modo, la inteligencia es lo que miden los tests de inteligencia, ergo: si se quiere medir otra cosa, llamémoslo de otro modo, pero no "inteligencia". Gardner se enfrentó a la posición tradicional al defender que había inteligencias múltiples, es decir, distintos modos de ser inteligente, y de este modo rechazó el concepto de inteligencia investigado hasta entonces con una base claramente intelectual. Por su parte, Goleman define una inteligencia que no se puede cuantificar, para cuya detección se utilizan pruebas de personalidad, y que nos remite a habilidades sociales, afectivas o de empatía... No habría nada que objetar a ello si no se la llamara "inteligencia", que por definición es una capacidad racional o intelectual, medible con pruebas objetivas. De hecho, es el trabajo de la Psicometría, con una larga y fructífera tradición a sus espaldas. Por cierto, la misma Psicometría advierte que hay una clara correlación estadística entre altas puntuaciones en los tests tradicionales de inteligencia y ciertas habilidades destacadas por Goleman como propias de la inteligencia emocional, por ejemplo el altruísmo, la creatividad, el sentido del humor, la profundidad y amplitud de intereses o las habilidades sociales. En resumen, que las personas diagnosticadas tradicionalmente como personas inteligentes suelen ser también emocionalmente estables. Siempre se puede encontrar casos aislados de lo contrario, que alimenten el tópico elevando a ley general lo captado en uno o varios casos particulares (algo que también ocurre con la absurda idea de que los superdotados suelen fracasar en los estudios, cuando de hecho ocurre lo contrario, que no suelen tener problemas para conducir sus carreras con éxito y por supuesto menos esfuerzo que los demás); pero afirmar temerariamente como hizo Goleman que nos encaminábamos a una sociedad en la que los puestos de relevancia los ocuparían personas inteligentes emocionalmente, que ejercerían como jefes de los inteligentes a secas es, como poco, una especie de consuelo no solicitado y, seguramente, una falsedad indemostrable.

Daniel Goleman (1946)

El mensaje de Goleman llega a los colegios:
“Recientes investigaciones muestran que la inteligencia emocional, junto con los aspectos de las habilidades sociales que le son afines, tiene mayor influencia en el éxito personal que el cociente intelectual o la pura capacidad mental.”
Educación para la Ciudadanía. 3º de ESO. Sevilla: Editorial Guadiel, 2010, pág. 20.

sábado, 22 de diciembre de 2012

El calendario cósmico

Según Carl Sagan, si adaptásemos todos los sucesos que conocemos desde el primero ocurrido en el cosmos, el Big Bang (hace unos 15.000 millones de años) a un periodo de tiempo más manejable por nosotros, digamos un año, el calendario cósmico de lo acaecido presentaría un aspecto peculiar, con grandes vacíos al principio y tremendamente concentrado al final. En efecto, si la gran explosión o Big Bang hubiera ocurrido el 1 de enero, la Vía Láctea, nuestra galaxia, no habría aparecido en este calendario cósmico hasta el 1 de mayo, y el Sistema Solar tendría que esperar al 9 de septiembre, mientras que la Tierra no empezaría a formarse hasta el 14 de septiembre, y la vida en ella aparecería "sólo" once días después, el 25 de septiembre. Sin embargo, los dinosaurios tardarían todavía bastante, habría que esperar a la Nochebuena, y cuatro días después ya se habrían extinguido. Los primeros mamíferon también harían su aparición por entonces, el día 26, y los primates el 29 de diciembre. Nuestra especie, el homo sapiens, entraría en escena justo a las 22:30h de la Nochevieja, y toda la historia humana se resumiría en los diez últimos segundos del año, por ejemplo, el tiempo transcurrido desde el fin del Medievo hasta la actualidad ocuparía... poco más de un segundo.


Referencias
Carl Sagan: "El calendario cósmico", en El dragón del Edén. Especulaciones sobre la evolución de la inteligencia humana. Barcelona: Planeta, 2003, págs. 21-24.