LA DAMA DESENCARNADA
En 1906, el psicofisiólogo Sherrington habla de “un sexto sentido” que nos informa de modo inconsciente acerca de las partes móviles de nuestro cuerpo. Lo llamó “propiocepción” y es imprescindible para que el individuo tenga un sentido de sí mismo, porque si sentimos el cuerpo como algo propio, como “propiedad” es por cortesía de la propiocepción.
El cuerpo es algo que está ahí, no se pone en duda, es indiscutible para nosotros. ¿Pero qué ocurre cuando el individuo pierde esta certeza del cuerpo propio, cuando duda de su propio cuerpo?
Christina era una joven de 27 años aficionada al hockey y la equitación, segura de sí misma, fuerte de cuerpo y de mente. Tenía dos hijos pequeños y trabajaba como programadora en su casa. Era inteligente y culta, le gustaba el ballet y la poesía. Llevaba una vida activa y plena, nunca había estado enferma. De pronto, la primera sorprendida fue ella, se descubrió que tenía piedras en la vesícula y se le aconsejó extirparlas.
Ingresó en el hospital y se sometió a un régimen de antibióticos. Simple rutina.
Aunque poco dada a sueños y fantasías, el día anterior a la intervención tuvo un sueño inquietante de una extraña intensidad. Se tambaleaba aparatosamente en el sueño, no era capaz de sostenerse en pie, apenas sentía el suelo, casi no tenía sensibilidad en las manos, notaba sacudidas constantes en ellas, se le caía todo lo que cogía. Este sueño le produjo un gran desasosiego. Antes de la operación, el sueño se hizo realidad. Se encontró con que no era capaz de mantenerse en pie, sus movimientos eran torpes e involuntarios, se le caía todo de las manos.
“Histeria de angustia”, diagnosticó el psiquiatra del hospital, aludiendo al temor ante la operación. El día de la operación, Christina estaba aún peor. No podía mantenerse en pie, sus manos “vagaban” salvo que mantuviese la vista fija en ellas. Cuando extendía la mano para coger algo o intentaba llevarse el alimento a la boca se equivocaba o se quedaba cortas o se desviaba, como si hubiera desaparecido el control y la coordinación sobre las manos.
—Ha sucedido algo horrible —balbucía con una voz lisa y espectral—. No siento el cuerpo. Me siento rara, desencarnada.
El Dr. Sacks pensó que era como si los lóbulos parietales no recibiesen la información habitual de los sentidos, y se propuso examinar las funciones cerebrales de la paciente.
Dedujo que había un déficit propioceptivo muy profundo, casi total, desde las puntas de los dedos a la cabeza. Los lóbulos parietales funcionaban, pero realmente no tenía ninguna sensibilidad en los músculos, tendones ni articulaciones.
Christina había perdido el sentido de la propiocepción, el sentido de la posición del cuerpo, el sentido del movimiento corporal.
Se aplazó la operación de vesícula.
Hablando con ella, Sacks le explica que el sentido del cuerpo lo componen tres cosas: la visión, los órganos del equilibrio (el sistema vestibular) y la propiocepción, que es lo que ella había perdido, e intentó consolarla asegurando que hasta cierto punto podía suplirse un sentido con los otros.
—Lo que yo tengo que hacer entonces —dijo ella muy despacio— es utilizar la vista, usar los ojos, en todas las ocasiones en que antes utilizaba esa… “propiocepción”. Ya me he dado cuenta —añadió— de que puedo “perder” los brazos. Pienso que están en su sitio y luego resulta que están en otro. Esta “propiocepción” es como los ojos del cuerpo, es la forma que tiene el cuerpo de verse a sí mismo. Y si desaparece, como es mi caso, es como si el cuerpo estuviese ciego. Mi cuerpo no puede verse si ha perdido los ojos, ¿no? Así que tengo que vigilarlo… tengo que ser sus ojos, ¿no es así?
La lesión de las fibras propioceptivas continuó, no hubo recuperación en los ocho años siguientes, aunque finalmente haya conseguido llevar una vida adaptada con ajustes de todo tipo y género.
Al principio no podía hacer nada sin utilizar la vista, y se derrumbaba en cuanto cerraba los ojos. En los inicios tenía que seguir con la mirada cada movimiento de su cuerpo para poder realizarlo. Sus movimientos, controlados y regulados conscientemente, eran al principio torpes, artificiales en alto grado. Con el tiempo sus movimientos lograron más armonía, más naturalidad, aunque siempre dependían del control de la vista. Progresivamente sustituyó la sensación inconsciente de la propiocepción por el consciente gobierno (ya automatizado) del control visual.
Había aquí una cierta compensación de la pérdida propioceptiva con la potenciación de la vista y, como era su caso, el sentido del equilibrio y el oído. Si en el momento de la catástrofe Christina permaneció más de un mes como una muñeca de trapo, sin ser capaz ni siquiera de mantenerse sentada y erguida, tres meses después se la podía ver correctamente sentada, esculturalmente sentada, como una bailarina sorprendida en una pose. Y era eso, una pose, una postura meditada y sostenida conscientemente. Como había fallado la naturaleza, Christina recurría al artificio.
Estos recursos hacían la vida posible, pero no normal. Christina aprendió a caminar, a coger un transporte público, a desarrollar las actividades habituales de la vida, pero sólo a costa de una gran vigilancia, consciente de que en cualquier momento, si bajaba la guardia, podría derrumbarse.
Logró una recuperación funcional, pero no neurológica. Podía funcionar a base de artimañas, incluso logró regresar a su trabajo con el ordenador; pero nunca dejó de sentirse como desencarnada, con un cuerpo muerto, irreal, que no parecía el suyo.
—Tengo la sensación de que mi cuerpo es ciego y sordo a sí mismo… no tiene sentido de sí mismo.
Por lo demás no encuentra palabras para describir esa privación de cuerpo, esta oscuridad o silencio sensorial, emparentado con la ceguera o la sordera. Ella no tiene palabras, y los demás tampoco, para comprender estados como éste. Tampoco la sociedad entiende. Cuando sube a un autobús, bamboleándose, torpe, puede llegar a escuchar las quejas de la gente: “¿Qué le pasa? ¿Está borracha?” Es difícil hacer entender que se carece de “propiocepción”.
—¡Ay, si pudiera sentir! —se desahoga a veces con el Dr. Sacks—. Pero he olvidado lo que es eso… Yo era normal, ¿verdad que sí? Me movía como los demás…
Si se le enseñan películas de su vida anterior se reconoce, pero no se identifica con esa mujer. Se siente “desmedulada”, como una especie de espectro. Ha perdido el anclaje orgánico fundamental con la identidad, el sentido de ser un cuerpo.
Cuando hay trastornos profundos de la percepción del cuerpo o de la imagen del cuerpo se produce una cierta despersonalización. Weir Mitchell, trabajando con pacientes amputados durante la Guerra de Secesión estadounidense lo describe como un rasgo específico, este sentido de la falta de individualidad, y el consiguiente deseo de recabar confirmación de que uno es uno mismo. Christina también tiene esta falta, como muchos pacientes que sufren cortes transversales en la médula espinal.
Texto adaptado de:
Oliver Sacks: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Barcelona: Anagrama, 2002, pp. 68-81
El equilibrio corporal depende del sentido propioceptivo, la visión y el sistema vestibular |
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